Era una mañana común en Buenos Aires. La ciudad despertaba entre el bullicio del tráfico, el aroma del café recién hecho y el sonido de los primeros peones del día. En una esquina poco transitada del barrio de San Telmo, había una pequeña cafetería que siempre había pasado desapercibida. Ni el más observador de los mortales podía imaginar que ese día, en esa mesa del fondo, tendría lugar un encuentro sin igual: un café entre Dios y el Diablo.
Dios, con su presencia etérea y sonriente, ocupaba un rincón de la mesa. Vestía una túnica blanca que brillaba con la luz del sol, y su cabello dorado flotaba suavemente a su alrededor. A su lado, el Diablo, con su característico aire travieso, lucía un traje oscuro, con una sonrisa pícara que dejaba entrever sus afilados colmillos. A pesar de sus contrastantes naturalezas, ambos parecían cómodos en su compañía.
"Es curioso encontrarme contigo en un café", dijo Dios mientras tomaba un sorbo de su infusión. "Siempre pensé que preferirías el fuego al aroma del café".
El Diablo soltó una risa juguetona. "Oh, querido Dios, sabes tan bien como yo que el placer se encuentra en los lugares más inesperados. Además, he estado pensando en esto desde hace un tiempo. Un pequeño descanso de la rutina eterna".
Aspirando el aroma del café, Dios asintió, y una sonrisa melancólica cruzó su rostro. "La creación y la destrucción, siempre en equilibrio. A veces me pregunto si entiendes el impacto que tienes en mis hijos."
"¿Mis queridos humanos? Son tan fascinantes. La forma en que eligen ignorar la luz y sucumbir a la oscuridad. Es fascinante verlos debatirse entre el bien y el mal". El Diablo jugueteaba con una pequeña cucharita de metal.
"Pero también encuentran redención", continuó Dios, con el brillo de una estrella en su mirada. "La capacidad de amar, de perdonar, a pesar de las dificultades es lo que los define. Te lo han demostrado muchas veces".
El Diablo se encogió de hombros, tomando su café con una despreocupación que parecía grotesca. "Sí, sí, el amor. Pero también hay algo irresistible en la tentación, un belleza en la oscuridad que me fascina. La pregunta es: ¿por qué se sienten atraídos hacia mí?"
“Porque ellos son libres”, respondió Dios. “La libertad es un regalo sagrado. Sin tu influencia, no podrían apreciar el verdadero valor de la bondad”.
Ambos se quedaron sumidos en un profundo silencio, observando a los mortales a través de los grandes ventanales de la cafetería. Los cafés estaban llenos de ruidosos grupos de amigos, parejas enamoradas y ancianos charlando. La vida en Buenos Aires era vibrante, llena de risas y lágrimas, esperanza y desesperación.
"Te confieso algo", continuó el Diablo, rompiendo el silencio. "A veces me siento… cansado. La eterna lucha entre nosotros es intrigante, pero… la carga puede ser pesada."
“¿Cansado de ser el villano?” replicó Dios, con una chispa de humor. “Todos juegan su rol, incluso tú. Sin la oscuridad, ¿cómo brilla la luz?”
El Diablo miró su café, como si en el fondo de esa taza se escondiera la respuesta a su incomodidad. “Pero hay días en que quisiera poder simplemente relajarse. Puede que la oscuridad no sea solo mi rol, sino un refugio. ¿Alguna vez te has sentido así?”
Dios se detuvo a reflexionar. “A veces. La soledad puede ser insoportable, incluso para mí. No obstante, mis hijos me han enseñado a encontrar el sentido en la adversidad, en los momentos de duda. Las luchas humanas nos unen.”
Ambos continuaron conversando, compartiendo historias de días olvidados, de creaciones y de destrucciones. Recordaron momentos en los que los humanos, a pesar de todo, mostraron su grandeza: la primera vez que alguien ayudó a un extraño, el instante en que dos almas se encontraron para siempre.
“El amor puede surgir en los lugares más oscuros”, murmuró el Diablo. “Quizás no todo lo que hago es malo.”
Dios concentró la mirada en él. “Cada acción tiene un propósito. La clave está en la elección. Quizás, solo quizás, deberíamos pensar en cómo podemos trabajar juntos en lugar de seguir en oposición”.
El silencio llenó el aire, pero esta vez fue diferente. Había un aire de comprensión entre ellos. Establecieron un pacto tácito de reconciliación, no como enemigos, sino como fuerzas complementarias de este universo. Su encuentro, que había comenzado como un simple café, había evolucionado hacia algo más grande.
Al final de la conversación, se levantaron, pagaron la cuenta y se despidieron, dejando la cafetería llena de humanidad vibrante que no tenía idea de lo que había ocurrido en su pequeño rincón del mundo. Dios y el Diablo, al salir juntos, sonrieron al unísono.
“Tal vez podamos encontrarnos de nuevo”, dijo el Diablo, una chispa de energía en sus ojos.
“Siempre que el café sea bueno”, respondió Dios, riendo.
Se separaron, cada uno regresando a sus mundos. La vida en Buenos Aires continuaba, y aunque la lucha entre el bien y el mal persistía, hubo una nueva esperanza en el aire, la idea de que incluso aquellos que parecen irreconciliables pueden encontrar un terreno común, un momento de paz en un café compartido.
Y así, un pequeño encuentro trajo luz y sombra a un mundo donde ambos, en sus roles eternos, podían coexistir, incluso si solo fuera por un momento.
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Editado: 20.09.2024