Había personas que tardaban años, décadas, toda una vida y ni aún así lo conseguían.
Esfuerzo, dolor, rechazo, decepción, sacrificio, todo en pos de algo que a ella, sin haber hecho nada, le cayó de arriba. Sin tener la intención, estaba escribiendo un libro. Un libro por encargue, que sabía que sería publicado ni bien lo terminara.
Podía decir que era como vivir un sueño. Que era lo que tanto tiempo imaginó, que era un deseo cumplido. Pero no. Era una tortura. Ella sólo quería pasar una tarde a la semana en un taller al lado de una parroquia humilde. Nada más. Pero aquí estaba, escribiendo un libro.
Bueno, "escribir" era sólo una manera de definir lo que hacía sentada desde que Estefanía se marchó, tres horas atrás. Frente a ella, un cuaderno aburrido con los renglones en blanco y un bolígrafo con su tapa puesta esperaban que Elena los usara o los tirara a la basura.
Miró su teléfono. Este día estuvo planeado para dedicarle tiempo al aparatito, aprender sus funciones, practicar enviando mensajes. No para convertirse en novelista.
Sonaba desagradecida. Tantas personas deseando esto y ella tan soberbia como la ganadora que había rechazado este premio.
–Eso es, Elena. –murmuró mirando la límpida primer hoja de su cuaderno–Tú no eras la elegida para esto, era otra persona. Escribe cualquier cosa y sal del paso. Si les gusta bien, y sino no importa. No pueden esperar algo bueno de un segundo premio.
Por supuesto, sus propias palabras la hundieron aún más. Si no era buena para esto, era inútil esperar que saliera algo rescatable de su cabeza. Pero aún así...no podía permitirse escribir cualquier cosa sólo para escapar del compromiso lo más rápido posible. Eso no sería honesto. Pero tampoco sería honesto rechazar esta propuesta cuando ya la había aceptado. Y tampoco era honesto no poder escribir algo acorde y...
–¡Ya basta! –golpeó la mesa con las palmas de las manos, el bolígrafo saltó y cayó sobre el cuaderno, señalando algo inexistente.
Miró otra vez al teléfono, podía dejar esta tarea para mañana y distraerse con él, como cualquier adolescente harto de los deberes de la escuela. Pero sólo había seis meses. Seis meses para escribir una historia que sirviera aunque sea para luego prender fuego con su papel.
Resignada pero con bronca por su ineptitud, tomó el bolígrafo y comenzó a escribir, con saña, una lista de ideas. Poco a poco fue llenando algunos renglones y empezó a sentirse orgullosa de su repentino progreso. Se detuvo cuando ya nada más apareció por su mente y leyó, con la convicción de que tenía todo arreglado.
Absolutamente nada servía.
–Ay...¡Dios! –empujando el cuaderno y cruzándose de brazos sobre la mesa, apoyó su cabeza sobre ellos, resoplando y pensando en que si en vez de poesía hubiera elegido ir a zumba con Olga, nada de esto estaría pasando.
La tarde finalizó sin ningún logro y el domingo, el día en que sus hijos la visitaban, apareció para torturarla más. Ella siempre disfrutaba del poco tiempo que ellos podían darle pero esta vez no pudo hacerlo, su cabeza parecía estar alerta a cualquier cosa que hicieran o dijeran que pudiera servir para una historia. Casi se sentía como esas madres que usan a sus hijos para su provecho. Cristina le dijo varias veces que la notaba rara, pero ella se lo atribuyó al calor inusual que hacía ese día.
Cuando los chicos se fueron, se quedó mirando su cuaderno con las ideas inservibles tachadas. Lo cerró y con rabia se acercó al modular de la cocina. Metió el cuaderno en un cajón, bien al fondo, con facturas de luz y gas encima.
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Los martes eran su día de felicidad desde hacía unos meses. Significaban prepararse, elegir ropa, alistar su bolso con su carpeta y bolígrafos de colores, esperar a Olga y sus charlas sobre cualquier cosa, e ir al taller a compartir dos horas con personas amables en un bonito ambiente. No se sentía la persona más alegre del mundo, pero tampoco seguía siendo la vieja aburrida y gris de siempre.
Pero...siempre hay un pero. Y ese martes fue ese "pero". Llegó demasiado rápido y ella no quería ir. Estefanía le preguntaría si ya tenía algo escrito y ella no tenía nada, ni para su "novela" ni para el taller. Su fin de semana fue totalmente improductivo, ni siquiera pudo escribir una lista de compras para el supermercado, y se sentía frustrada como nunca en su vida.
Con temor miró el reloj despertador de su mesa de luz, que marcaba la media hora faltante para el encuentro semanal. Olga llegaría en cualquier momento y ella aún estaba sentada en la cama, contemplando la posibilidad de mentir y decir que estaba enferma. Se sentía una criatura que le dice a su madre que le duele la panza para faltar al colegio.
–¿Tú qué piensas, Alber? –la foto enmarcada de su esposo la miraba indiferente. Suspirando, la tomó y le dio un beso–Tu Elena se ha metido en un lío, lo que nunca ha hecho, ¿eh? Supongo que siempre hay una primera vez para todo.
Al oír el ruido del coche de Olga dejó la foto en su lugar y se levantó, sus huesos uniéndose a la protesta general.
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Durante el trayecto hasta la parroquia, aprovechando que Olga estaba más ocupada cantando junto a la radio que dándole conversación, ideó un plan. Tenía a su compañera, Rosa, que siempre hablaba de su novela en proceso. Por lo que escuchó en el viaje, al parecer ya le faltaba muy poco para finalizarla. Rosa tenía lo necesario: voluntad, buenas ideas, tiempo, y lo más importante, tenía casi todo el trabajo hecho.