Hojas Amarillas

Capitulo 7: La educación de Alberta

Era mediodía cuando cerró el libro descuidadamente y lo dejó sobre la mesita.

Esta misma tarde le diría a Patricia que lo devolviera a la biblioteca. En buena hora decidió pedirlo prestado y no gastar dinero comprándolo, porque "La Tregua" le parecía una porquería. Ningún hombre era tan sentimental, y menos el protagonista de un libro, por más que el argumento trataba una mediocre historia de amor.

Consultó la hora en su reloj pulsera y calculó que sus abogados estarían en el almuerzo, por lo que podían contestar su llamada. Así sucedió, y cuando Smith comenzó con su perorata jurídica al saber quién lo llamaba, lo interrumpió.

–¿Se sabe cómo está la mujer?

–¿Qué mujer, señor?

Hizo un esfuerzo para no insultarlo. Cada vez le parecía más un inútil.

–Esa mujer, la de apellido corto que no me acuerdo. Mi demandada.

–Ah sí, la señora Plá. No sabemos nada. Llamamos...¿llamamos, Francisco?

Esta vez el esfuerzo por no insultarlo fue mayor mientras escuchaba la charla entre el par de letrados.

–Señor Sánchez Carrillo, aquí consulté y no, no llamamos pero ahora vamos a hacerlo.

–Manténganme informado, por favor.

–Claro, por supu...

Colgó.

Se dirigió a la cocina, allí olía bastante bien y Guadalupe estaba dando los últimos toques en una sartén.

–¿Va a almorzar aquí o preparo el comedor, señor?

–Aquí estará bien.

Guadalupe continuó con la sartén, mientras él se sentaba a la mesa tratando de no escuchar ni ver la telenovela que Guadalupe seguía fielmente. Se concentró en sus propias manos, últimamente tenía algo así como una obsesión por las manos, miraba casi constantemente las suyas, encontrándoles nuevas manchas, pelos, arruguitas. Sus uñas crecían con una rapidez extraordinaria que le molestaba mucho porque desde pequeño odiaba el proceso del alicate o tijeritas, la lima para emparejar, y el esmalte amargo para no comérselas que nunca daba resultado. Una vez Guadalupe lo encontró pasándose el pequeño pincel con líquido traslúcido por las uñas y no paró de reírse mientras lo señalaba y decía que nunca había visto a un hombre pintarse. Ese día debió despedirla, pero no lo hizo porque se destacaba más por su comida que por cualquier otra cosa.

De pronto, como para confirmarle que no tenía otra virtud, Guadalupe dejó la sartén y se giró hacia él.

–Señor, ¿usted está leyendo La Tregua, no?

–Sí. –respondió, mirándole las manos. Eran finas y blancas, con muchas venitas. Sumó esto a la lista de cualidades aceptables de Guadalupe. Ahora ya tenía dos.

–Cuando lo termine...¿podría prestármelo? Si no es molestia.

–¿Por qué? –la mirada que le dirigió debe haberla asustado, porque instintivamente tomó un repasador para estrujar nerviosamente.

–Es que...siempre quise leer ese libro. Bueno, yo no soy de leer mucho pero....mi novio me ha dedicado algunas frases, ¡y son tan bonitas! Claro que si usted no me lo presta no hay ningún problema, señor.

Rafael se puso de pie, saliendo de la cocina. Escuchó que Guadalupe murmuraba algo mientras volvía a la sartén. Tomó el libro de la mesita y regresó a la cocina.

–Aquí lo tienes. Dile a tu novio que deje de dedicarte palabras de un libro donde la mujer muere. 

****

Era una nebulosa negra. No había nada, sólo voces que no entendía y dolor, bastante dolor. Mucho dolor, por todas partes.

Cuando por fin pudo abrir los ojos, o eso le pareció hacer, tampoco veía nada. La nebulosa ya no era negra sino brillante y algo en su conciencia le gritó que esas eran luces que iluminaban sus pupilas directamente y también a personas, si es que esos bultos de colores que se movían eran personas.

De pronto reconoció, en todo ese barullo, una única palabra.

–¡Mamá!

Después todo fue más claro, no visualmente pero sí auditivamente, porque reconoció voces de médicos, las voces de sus hijos y otras personas más, todos hablándole a la vez. ¿Desde cuándo generaba tanta atención?

–Le inyectaremos un calmante, otra vez tiene muy rápido el pulso.

Alguien movió algo en su brazo y supo que lo que más le dolía era eso, su brazo. El dolor punzante era la aguja incrustada allí, que seguramente le enviaba suero a sus venas.

–Ay.

–¡Mamá, estás hablando!

Esa era la voz de Cristina, por supuesto. Apretó los párpados para poder aclarar la vista, pero todo seguía muy extraño frente a sus ojos.

–Mamá, no te preocupes, estamos aquí con Samuel. Tuviste un...

–Episodio cardíaco. –completó alguien con voz de médico–Una fuerte arritmia, pero nada grave. ¿Puede verme?

El médico apuntó con algo luminoso a sus ojos. Arrugó la cara, alejándose de la luz intrusiva.

–Sólo un poco. –susurró–Me duele el brazo.

–Es por el suero, no se preocupe. A ver, la ayudaremos a sentarse levemente.



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En el texto hay: literatura, amor, ancianos

Editado: 15.02.2021

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