Rodeé la estatua de Bocanegra intentando encontrar una explicación.
Miré mi propio reflejo en la placa de bronce que descansaba delante de la estatua del gato. Cuando me miré a mi mismo, no vi el mismo rostro de siempre, de un chico de veinticinco años, no, esta vez vi algo muy loco, casi imposible. ¡Vi a un gato!
¡Esto no puede ser posible! ¡Debo estar borracho todavía! ¡Sí, debe ser eso!
— Oh, Dios, miren esto — me escondí dentro de un arbusto cuando escuché una voz femenina.
Era una chica de unos veintitantos, con el cabello color caramelo, que miraba la estatua de Bocanegra con una expresión entre el enojo y el asco, pues esta estaba cubierta por un vómito, sí, mi vómito.
La chica se fue para volver unos minutos después con un balde y una esponja. ¿Acaso iba a limpiar esa asquerosidad? Pues así lo hizo. Me sentí un poco mal por ella, por tener que limpiar mi propio desastre.
— ¿Puedes creerlo, Luna? — la chica le hablaba a una gata blanca que se acercó a ella con confianza, al parecer ya la conocía bien — Ya no tienen respeto por nada.
La gata se refregó entre sus talones y le maulló de manera cariñosa.
— Espera, Luna, primero termino con esto y después me encargo de ustedes.
Esta chica está loca, les hablaba a unos estúpidos gatos como si estos pudieran entenderle.
Después de que terminara de limpiar la estatua, sacó de la mochila que cargaba, unas latas de comida para gato, en ese instante un grupo de cuatro gatos comenzaron a salir por todas partes maullando con entusiasmo y corriendo a sus pies.
— Tranquilos, tranquilos — les decía, pero esto sólo parecía entusiasmar aun más a los gatos, tanto que uno intentó trepar por una de sus piernas — Auch… no, duele — dijo sacudiendo el pie para que la soltara.
La chica abrió las latas a la velocidad de la luz y las fue dejando una por una en el suelo.
— Ey, Moñito, no seas malo y comparte tu comida con Sombrero — ¿Ella les pone esos nombres a los gatos? Pues no podría decir que tiene la mejor creatividad del mundo.
Cuando los gatos terminaron su comida y estuvieron satisfechos, algunos se tiraron panza arriba y no tardaron mucho en echarse una siesta, otros prefirieron quedarse con la chica jugando, ya que ella les agitaba una ramita en lo alto, y la tal Luna saltaba para intentar llegar a ella.
Media hora después, la chica juntó las latas del suelo.
— Adiós, gatitos, mañana volveré de nuevo — dijo mientras le acariciaba la cabeza al gato naranja, que yo erróneamente había pensado que era un experimento de laboratorio, pero al parecer era un gato común y corriente que había sido apodado por ella como Calabaza.
¿Acaso pensaba volver también mañana? No me digan que se ocupa de estos estúpidos gatos ella sola.