Lucía era una niña que guardaba una cajita como su gran tesoro. ¿Qué tenía esa cajita? Se preguntarán algunos, o quizás nadie.
Pues tenía pelos.
¿Pero por qué la pequeña Lucía guardaba pelos? Su padre, Javier, era un peluquero que siempre ponía a Lucía a que barra todos los cabellos regados por el suelo. Él siempre le pedía que los bote pero Lucía se guardaba un poco antes de hacerlo. Su padre no sabía eso.
La cajita había pasado de ser un pequeño cofre a una gran caja, y así fue a medida que recolectaba más pelo. Rubios, pelirrojos, negros, morados... la niña se preguntaba si todas esas mujeres que llegaban a teñirse el cabello, tenían así todo el pelo del cuerpo. Algún día lo averiguaría.
Aún era muy pequeña para comprender ese terrible sentimiento que la invadía todo el tiempo. Si bien iba al colegio, no podía relacionarse con el resto de los niños porque apenas llegaba a casa, tenía que ayudarle a su padre.
Sumida en su soledad, buscaba lo que sea para poder entretenerse, hacer tortas de tierra, comerlas, cagarlas, comerlas nuevamente, y así. Ese era alguno de sus pasatiempos. Su padre nunca tuvo que preocuparse por la alimentación de su hija porque ella siempre lo hizo por su cuenta.
Sin embargo, sabía la cantidad de tiempo que se la pasaba en eso y siempre buscaba darle algo extra para hacer. En esta ocasión, la mandó a que limpie el ropero y así lo hizo, desempolvaba todas las bolsas y cajas y extremidades que encontraba entre las cosas de su padre. Con la cara llena de tierra, apenas pudo visualizar un tablero. Tenía distintas letras y algo que parecía un líquido rojo oscuro derramado encima.
Con mucha cautela lo sacó de ahí, su padre nunca lo revisaba, y si se lo llevaba por unos días no le haría falta. Cleptomanía, dirán algunos.
Ya era hora de cerrar la peluquería y habían unos cuantos pelos por recoger, aquí era cuando más se le facilitaba guardarse algunos. Los llevó a su cuarto y los guardó en su caja. Vio que el tablero ya no estaba en el mismo lugar. Con algo de desconfianza, volvió a guardarlo en su clóset, pero apenas se dio la vuelta, nuevamente ya estaba en su cama. La niña no entendía cómo, pero tampoco estaba asustada. Se sentó y puso las manos sobre él, y su mano comenzó a moverse sola sobre las letras.
- ¿Abuela?
- No estúpida, soy un demonio
- Oh, ¿y qué se le ofrece?
- Necesito un cuerpo para ser mi huésped
- Pero aquí solo vivimos mi padre y yo...
- Consígueme uno, o tendré que quedarme con el tuyo
No era una mala idea, no le gustaba ayudar a su padre con la peluquería y... ¡Exacto! No se desharía de su padre, pero sí le causaría un trauma tan grande que cerraría su peluquería para siempre y se quedarían en la cochina calle. Para ella no era un problema porque vivía de comer tierra, pero su padre no sabría qué hacer.
Sacó su gran tesoro del clóset y con los ojos llorosos le pidió perdón por lo que estaba a punto de hacer. Agarró pegamento y comenzó a echarlo encima de los pelos, enmarañándolos el uno con el otro hasta que tuvieran algo de forma. Ya iba una pierna, un brazo, el torso, y solo faltaban unas cuantas partes. Para algunas no alcanzó pero no porque haya faltado pelo, sino porque la niña aún no conocía bien la existencia de ellas. En un futuro tal vez le gustarían.
Ahí estaba, su obra de arte, su persona de pelo. Ya estaba lista para entregársela al demonio.
Sacó el tablero y colocó sus manos encima.
- Donde sea que estés, ya puedes venir
Tan solo salió un poco de humo del tablero, pero no hubo respuesta. La niña salió de su cuarto decepcionada, dejando el tablero humeante sobre su cama. El poco humo se convirtió en fuego, y la casa y la peluquería se hicieron cenizas.
Bueno, en realidad nada de eso sucedió.
Solo así fue como aprendimos que las supersticiones y ese dichoso tablero no sirven para nada, pero somos tan miedosos e irracionales que aún a sabiendas de eso, les tenemos miedo.