“Jamás te aventures hacia el Bosque Perdido”: era lo que papá Hefest me decía cada noche que llegaba ebrio de la Taberna de Telma, lo cual ocurría dos o tres veces por semana. La primera vez que me narró esa historia sobre la penumbrosa maldición que acunaba en el forestal de al lado, yo tenía alrededor de cinco o seis años… creo… no pasaba de los siete, estoy segura. Esa noche yo estaba en casa con los hijos de un camarada de papá, Malon y Roman, entre otros amigos del pueblo de los cuales destacaba mi mejor amiga, Ailyh.
Era invierno, y la nieve y la noche invadían los alrededores. Ailyh y yo estábamos cerca de la chimenea —bastante—, acurrucadas, compartiendo un peludo abrigo de papá; aunque estuviésemos las dos dentro de él, nos quedaba grandísimo. No es que papá Hefest estuviese muy gordo —bueno, si lo estaba—, pero también influía que nosotras fuésemos unas flacuchas. No era nuestra culpa, comíamos como cerdas y no engordábamos, cosa que extraño de cuando era pequeña; ahora hasta una ensalada me hace engordar. ¡Estúpida y maldita adultez!
—“El bosque está encantado, el bosque tiene vida” —narraba mi padre con voz dramática, ebrio, moviendo sus manos de un lado a otro, aportándole un tono mágico a la historia—: el niño nunca entendió esas palabras que su madre le remachaba en cada ocasión; era travieso y testarudo. Una mañana común y corriente, soleada por la temporada de las flores, el pequeño vivaracho se adentró al Bosque Perdido queriendo atrapar un hada, haciendo caso omiso de lo que su madre tanto le machacó.
—¡Señor herrero, yo una vez vi un hada en el rancho!
—No seas mentirosa, Malon. Todos sabemos que las hadas solamente viven en los bosques. —Le decía Roman—. ¿Qué harían en nuestro viejo rancho?
—¡No soy una farsante!
—¡Osa, osa, mentirosa!
Y esos eran los hermanos Malon y Roman, hijos de granjero Talon, el dueño del Rancho Lon Lon. Él era mayor que ella por cuatro años, y a mí solo me llevaba uno. Como todos los hermanos, este dúo también tenía una relación de amor-odio: hablaban y gritaban, jugaban y peleaban, y vaya que se golpeaban, pero lo más importante es que entre ellos se cuidaban. Su relación era muy similar a la que yo tenía con mi mejor amiga Ailyh. Al igual que yo, ese par de rojicastaños perdió a su madre durante el Día de la Purgación.
Luego de que su padre —tan borracho como el mío— los tranquilizara, papá Hefest prosiguió con su mágico relato:
—A causa de su terquedad, el niño se perdió en el verdoso y sombrío forestal. Ni siquiera la brújula que su padre le obsequió lo salvó. Él nunca volvió a jugar con sus amigos, nunca volvió a comer dulces y nunca le volvieron a desear sus buenas noches; pero eso no era lo peor. ¡No, no lo era! —decía el viejo barbón de mi querido padre casi dando de a gritos, haciendo que mis amigos y yo nos inquietáramos, y nos horrorizáramos—. Al respirar los aires de su interior, cuando el miedo lo invadió, el bosque lo hechizó, y lo transformó, en un Skull Kid.
—¡AHHH! —gritó Ailyh, agudamente, aterrada. Yo estaba al lado de ella, y tuve que cubrirme los oídos.
—¿P-p-por qué gritas, Ailyh? —Le preguntó Iván, otro de nuestros amigos cuya peculiaridad era su tartamudez. Se notaba de aquí hasta las tierras de Termina que le gustaba mi amiga, pero ella ni cuenta se daba; era un tanto despistada.
—¡Porque no quiero convertirme en un Skull Kid!
—Pero niña, ¿siquiera sabes que es un Skull Kid?
Ailyh quedó pensativa ante la pregunta que le hizo papá. Se había asustado tanto sin siquiera saber lo que eran esas criaturas; y ni mis amigos ni yo tampoco lo sabíamos, o al menos no en ese momento.
—¡Señor herrero, yo sí sé lo que es un Skull Kid!
No me sorprendió saber que Roman si supiese lo que eran esos individuos; era bastante curioso y perspicaz, tanto así que empezó a contarnos todo lo que sabía sobre ellos. Yo no le prestaba mucha atención a lo que nos relataba. Me parecía imposible dejar de verle esos brillantes ojazos miel que lucía y esa melena castaña rojiza que le colgaba. Me encantaban esos curiosos hoyuelos que se le formaban en sus pecosos cachetes cada vez que sonreía, lo cual me embobaba. No era guapo, solo un tanto… lindo, aunque algo inmaduro; sin embargo, tengo que admitir que era un chico bastante inteligente, no como un cerebrito, pero si era admirable.