Arribaron en la ciudad algunas horas después, cuando el sol ya comenzaba a asomarse. Ya ahí, vieron entre la gente a un hombre alto e imponente con un cartel en manos: “Pardillo”. No tardaron en subir al carruaje al que el hombre los guio.
Nieves miraba con admiración la ciudad que se alzaba a través de la ventana, su sorpresa fue aún más grande cuando se detuvieron en la residencia de tía Isabel, que se alzaba majestuosa en una de las zonas más distinguidas de la ciudad. Una amplia verja forjada en hierro se extendía alrededor de la propiedad, delineando cuidadosamente el perímetro de la mansión. Los portones de entrada, ornamentados con finos detalles, se abrían con elegancia hacia un camino de piedra que conducía a la entrada principal. La mansión en sí era una estructura imponente, de estilo colonial, con dos pisos de altura y una fachada blanca que resplandecía bajo el sol.
Se hicieron paso dentro de la residencia, encontrándose en la entrada con la dueña. Tía Isabel observaba perpleja a la familia frente a ella, decidió dirigirlos al patio trasero (no sin antes dejar sus pertenencias en manos de su fiel mayordomo) y les ofreció el té.
—Verán —dijo llevándose la tacita de porcelana a los labios con elegancia —en mi carta invitaba solamente a mi sobrino y su esposa. Me sorprende que hayan venido todos a mi residencia.
Con las caras rojas como tomates, todos quedaron inmersos en un silencio incómodo. Nieves sintió la mano de su madre apretar la suya; la miró, tenía las mejillas repletas de galletas y se le dificultaba tragar debido a la vergüenza. La muchacha se llevó la otra mano a los labios y disimuló una risilla, que Horacio no tardó en escuchar, por lo que inconscientemente sonrió. Sin embargo, regresó a su semblante serio en cuanto se percató. Miró a tía Isabel y dijo:
—Bueno, tía. A mis manos nunca llegó la carta, fue mi madre quien anunció su amable invitación —confesó, siendo consciente de que aquella era su venganza contra la mujer quien le dio la vida por haberlo metido en aquel enredo.
Gregoria sintió como el té se regresaba por su garganta haciéndola toser incontrolablemente. Los niños comenzaron a reír por las palabras de Horacio, mientras Nieves se esforzaba por no imitarlos. Tía Isabel, quien era tan recta, llamó a su mayordomo para que ayudara a Gregoria, quien se encontraba colorada y sin aliento en los brazos de su esposo.
—No hace falta tanto alboroto, pueden calmarse —dijo Isabel con voz clara —ya que están aquí, deberían conocer a mi nieta. Ya debería haber terminado sus clases de piano ¡Melvin! —Llamó al mayordomo — Hazme el favor de buscar a Esther, gracias.
El hombre, con un distinguido movimiento de cabeza se dirigió hacia dentro de la mansión; regreso unos minutos después avisándole a Lady Isabel que Esther aun continuaba en sus clases.
—Ya veo —fue la respuesta de la mujer —entonces se las presentaré en cuanto haya acabado, por ahora les haré un recorrido de la morada.
Isabel guio a la familia por los elegantes pasillos de la mansión, donde se respiraba un aire de refinamiento y lujo. Las habitaciones estaban decoradas con muebles finamente tallados, cortinas de seda y tapices que contaban la historia de la familia. Pinturas de paisajes exquisitos adornaban las paredes, mientras que lámparas de cristal colgaban del techo, destellando destellos de luz por todo el lugar.
La biblioteca, un rincón de sabiduría, estaba repleta de estantes altos llenos de volúmenes encuadernados en cuero y pergaminos. La señora Isabel destacó algunos de sus libros favoritos y les contó a los visitantes sobre la importancia de la educación en la familia.
Al pasar por el salón principal, con sus altos techos y una chimenea majestuosa, la familia Pardillo no pudo dejar de admirar la opulencia de la residencia. El mobiliario refinado, los tapices intrincados y los detalles ornamentales daban testimonio del buen gusto y la sofisticación de la señora Isabel.
La mansión también albergaba una sala de música donde, según tía Isabel, Esther pasaba muchas de sus horas perfeccionando su arte con el piano. Las notas musicales flotaban en el aire mientras pasaban por la puerta entreabierta. Nieves no tardó en divisar unos hermosos cabellos castaños desde el pasillo, en su cabeza, se preguntó si aquella persona era quien tía Isabel había mencionado.
Se detuvieron en el segundo piso, en donde las puertas de las diferentes habitaciones permanecían cerradas.
—Me imagino que han de estar cansados. Mi criada les mostrará sus habitaciones, acicálense para el almuerzo.
Tras las habitaciones ser repartidas, Nieves decidió que no compartiría con Horacio, quien decidió comprender la decisión de su esposa. Esta se acomodó en la misma recamara que sus hermanos y madre.
—No puedo creer que estemos en una mansión —festejó Antonia sonriente.
Nieves se acercó a ella y le plantó un beso en la frente.
—Me alegra que estes feliz ¿Y tú… madre? ¿Te ha gustado este viaje?
Rutilia observaba el paisaje citadino a través de la ventana, en cuanto sintió su rostro pintarse de rojo.
—Estoy avergonzada… estando en este hermoso lugar sin ser invitada, es más humillante que seguir viviendo en casa de Gregoria.
Nieves sintió una punzada en el pecho.