Un año después.
Mis profesores han notado mi cambio. Transformé mi soberbia en humildad, un gran paso, debo admitir. Puedo relacionarme con mis demás compañeros, sonrío más seguido y, cómo no, Caleb siempre estando ahí para mí. He sabido compartir mis conocimientos con los demás, volviéndome muy querida. Eso me hace sentir especial, algo que nunca sentí en casa.
Así que la directora se le ocurrió la buena idea de informarles sobre esto a mis padres. Le rogué e imploré que no era necesario, que estaban muy ocupados en sus trabajos. Hizo caso omiso a todo lo que le dije.
Hoy es el día, estoy sentada al lado de la puerta de dirección con Caleb. Mis nervios salen a flote y de vez en cuando, él me tranquiliza sabiendo mi situación. No ha pasado la media hora, cuando mis padres abren con tosquedad la puerta haciéndome parar de un salto del susto. Se dirigieron a donde estaba y me sacudieron con brusquedad, sintiendo venir lo peor: gritos y golpes delante de todo aquel pasase por el pasillo.
—¿Qué te hemos dicho de hablar con los otros niños? —mi madre jala mi coleta haciéndome sentir el dolor en la parte baja de mi cabeza.
—¡No hables con ellos, no juegues! —comienza a gritarme mi padre en tono autoritario—. Pero ahora eres una cualquiera que habla con quien se le dé la gana.
Mi madre se posiciona junto a mi padre, ambos mirándome con desprecio. Mirando al mayor de sus errores, mirando un fracaso. A mí.
—Ni eso puedes hacer bien, niña estúpida —apenas termina la frase, la palma de su mano dispara contra mí haciéndome perder el equilibro y terminar en el piso. Lágrimas de impotencia saltan de mis ojos, logro susurrar un Ayuda de Caleb, que presencia todo. Aunque mi vista esté nublada, sé que ha ido corriendo a avisar a la directora.
Sin poder procesar lo que ha sido capaz de hacer mi padre, mi madre me levanta como si fuera una basura.
—Levántate. Esto aún no ha terminado, ingrata —escupe con desprecio.
A lo lejos, escucho los gritos de la directora diciéndoles a mis padres que se alejen de mí. Alguien me arrastra toscamente hacia las afueras del instituto. No logro distinguir si es mi padre o madre. Sabía que el siguiente paso era alistar maletas y salir lo más pronto de esta ciudad. Lo sé muy bien, porque lo mismo pasó con mi hermana mayor. Pero ella no está aquí, porque logró huir.
¿Era acaso mi turno de huir?
En el camino me limpiaba los ojos con las mangas manchadas de mi blusa. Mis padres no paraban de insultarme en todo el camino. Al llegar a casa, cada uno hizo sus maletas para irnos al campo. Sí, el campo de trigo donde comenzó todo.
Pude oír las sirenas de los autos de policía acercándose. Sé que está mal seguir a mis padres, sé que tuve la opción de irme donde las patrullas para que me protejan.
Más era el temor que imperaba. Sólo seguí a mis padres al auto e irnos de esta ciudad. La ciudad de los recuerdos.
Adiós, Caleb.
Un mes después.
De nuevo en el inicio.
Ayer ha sido mi cumpleaños número catorce y como era de esperarse, mis padres no se acordaron. Desde ese día he dejado de estudiar, he recibido maltratos e insultos de parte de ellos. Mis labios sellados, nunca soltaron palabra alguna.
Sé tantas cosas que me las callo. Mi madre ha empezado a salir con otro hombre y mi padre siente un deseo por la chica que nos ayuda con la cosecha del trigo. Aquella chica tiene dieciocho años, es de familia humilde y la admiro mucho, pero me da asco los pensamientos morbosos de mi padre para con ella.
Estoy cansada de todo esto, tener que llevar una cruz que pesa tanto. Oh, Irina, qué mal te he juzgado a mi temprana edad. A veces me pregunto por Caleb, ¿me extrañará? ¿Me estará buscando? Desearía que estuviese conmigo, sentir su presencia, su olor, posar mi cabeza en su hombro y pasar el día entero así.
Ya no puedo más, hoy es el día. No me llevaré nada conmigo, sólo necesito irme de aquí y buscar a Caleb. Debo reiniciar mi vida.
Son las seis y media de la tarde, el sol cae lentamente sobre las cabezas de mi padre y aquella chica, Serafina. Visualizo por la ventana de la cocina que hablan animadamente, hasta que él se acerca más de lo que debe y la obliga a darle un beso. Ella está confusa e indignada, así que lo detiene y empuja. Esto hace que él se amargue y la obligue a regalarle algo más que un beso.
Maldito cerdo.
Agarro el cuchillo que está en el mesón, salgo sigilosamente de la puerta de entrada y me dirijo hacia ellos. Los gritos de Serafina pidiendo ayuda hacen que mis pies apresuren el paso para ayudarla.