In eternum

5

—¡Contestame, Federico! ¿Se lo contaste a tu vieja?

Negué con la cabeza, aturdido. Tenía un nudo en la garganta y no sabía cómo pasarlo. Me temblaban las manos, apoyé la taza en el mostrador antes de que se me cayera.

Mi hermano seguía paseándose por el salón con la cara roja de furia. Sus ojos destellaban rabia e impotencia. Me sentí más pequeño que aquella vez. La de la que él estaba hablando. ¿Cómo carajo se había enterado?

La vista se me empezó a nublar con mis propias lágrimas, metí las manos debajo de los muslos y bajé la cabeza, agradeciendo otra vez que lloviera tanto y que mi pelo fuera lo suficientemente largo como para tapar mi vergüenza.

De pronto, Fabio tomó mis mejillas y me levantó la cara con suavidad para que lo mirase de frente. Sus ojos también tenían lágrimas. Me dio un beso en la frente y me apretó contra su pecho y lloré. Lloré casi tanto como había llorado aquella vez. Lloré por no habérselo contado a Fabio. Ni a mi mamá. Ni a Ramiro. Por la impotencia brutal que se me había hecho costra y no podía romperla. Por lo poca cosa que me había sentido entonces.  Por la humillación a la que había sido sometido. Por el alivio de que alguien más lo supiera y que no fuera cualquier alguien, que fuera Fabio.

Cuando logré calmarme, me apartó despacio con otro beso en la frente.

—Yo pensé que vos sabías que me gustaban los chicos... —balbuceé.

—Lo sospechaba antes...cuando eras un borrego...  Después lo descarté porque... no se te nota... y pensé que me lo habrías contado...

—Me da mucha vergüenza —sollozé metiendo de nuevo mi cara en su buzo, abrazándolo con fuerza.

—¿Ser gay? ¡Fede, tenés diecinueve años! ¡Ya sabés cómo son las cosas! ¿Cómo te va a dar vergüenza ser gay? —me hablaba con tanta suavidad y dulzura que me sentí culpable por haber sufrido tantas cosas solo durante tanto tiempo. ¡Había tanto que Fabio no sabía!

—No —intenté explicar—, no es eso... Es que... Yo estaba bien conmigo y con mi sexualidad...hasta que...pasó... eso... ¿Por eso terminaste con Irina? —pregunté después de una pausa, levantando la cabeza. De golpe me había saltado la ficha.

El asintió con los ojos.

—Ella lo sabía —dijo apretando los labios—. Y  no me dijo una palabra hasta ahora. Te imaginás que no se lo puedo perdonar.

Me sentí pésimo.

—Yo te lo tendría que haber contado... —arrastré las palabras porque no tenía ni ánimos para hablar.

Fabio se agachó frente a mí y apoyó sus manos en mis rodillas.

—¡Ey! Ardilla, vos no tenés la culpa ¿eh? Irina tiene casi diez años más que vos. Y era mi novia; me lo tendría que haber contado en cuanto lo supo.

—Es su hermano —murmuré.

—¡Y vos el mío! ¡Y el que se la mandó fue él, no vos! Igual ya está. Lo vamos a denunciar; yo te voy a ayudar.

—¡¿Qué?! ¡No!

Me miró con sorpresa. No, yo no quería saber más nada con aquél asunto.

—¡Ya está, Fabio! —estallé— ¡No se puede demostrar nada! Va a ser su palabra contra la mía. Siempre. ¡Aunque lo hubiera denunciado en aquél momento!

—¡No! ¡Si en lugar de guardártelo para vos solo, hubieras corrido a contármelo, te hubiera llevado a un hospital a que te hagan las revisiones y entonces...!

—¡¿Entonces qué?! ¿Vos tenés idea cómo quedé? —volví a gritar— ¿Vos te pensás que yo tenía ganas de...? ¿Correr? ¡Apenas podía caminar, Fabio! ¡Lo único que quería era desaparecer!

Otra vez a llorar como un borrego. No podía contenerme. Había pasado demasiado tiempo reteniéndolo. De repente, todo aquello que había permanecido tapado con toneladas de cemento armado, estaba ahí, saliendo a borbotones de mis ojos, de mi garganta, de la voz, que apenas me salía.

Fabio volvió a tomar mi cara entre sus manos. —No te preocupes, ardillita, ya lo recagué bien a trompadas a ese hijo de puta. —Le temblaba la voz al hablar—. Y le juré que en cualquier momento de la vida, cuando la casualidad nos vuelva a cruzar, en cualquier calle, en cualquier esquina, le voy a dar de nuevo. ¡Tres dientes le saqué! La próxima le saco el resto. Te lo juro, ardillita. Te lo juro.

Lo abracé tan fuerte que casi nos caemos. Por supuesto me preocupaba que mi hermano hubiera actuado con tanta violencia —sabía que era cierto que lo había fajado porque lo conocía—, pero no podía dejar de agradecérselo.

Se quedó todo el día conmigo. Tomamos mate, compró facturas en una panadería que estaba enfrente de mi negocio y charlamos mucho. No tocamos más el tema de Mariano. Le pedí por favor que no habláramos más de éso. Lo aceptó por ese día. Pero me hizo prometerle que en otro momento hablaríamos, no de los detalles, sino de mí. Era eso o ir a un psicólogo. De nada me sirvió que le asegurara que estaba bien, que ya lo había superado. ¡Dios! ¡Habían pasado dos años y  medio! No. O hablábamos más adelante del tema o iba a un psicólogo. Listo. Hablaríamos más adelante.

Me enteré que la «amiga» en cuya casa se había quedado la noche anterior, era efectivamente, una nueva conquista, una relación que apenas estaba comenzando. La había conocido en un grupo de terapia al que estaba obligado asistir ya que, obviamente, su ataque a Mariano tuvo consecuencias. En su defensa, Fabio había contado a la policía que él había atacado a su hermano menor. Mariano, por supuesto, lo había negado.

Finalmente, pese a la bronca, mi hermano había tenido un momento de lucidez y, considerando que tal vez a mí no me haría ninguna gracia enterarme de esa forma que él me había hecho «justicia», y que me llamaran a declarar sin aviso previo, se desdijo y le dieron una pequeña condena por agresión y terapia obligada para el control de la ira.  Por eso había perdido su trabajo en el banco. Pero había cobrado una buena guita y, según me dijo, estaba feliz consigo mismo. El amor por Irina se le había borrado de un plumazo al darse cuenta que había sido capaz de callarse semejante cosa durante más de un año.




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