Era imposible que no ir de un lado a otro: el partido se volvía cada vez más interesante. No entendía por qué los humanos pateaban el balón en vez de morderlo. ¡Qué divertido era morder una pelota! Excepto, claro, cuando la ama de tu amo sostiene tu correa para evitar que huyeras.
De vez en cuando ladraba para decirle a Enrique, mi amo, que agarrara el balón con su mano y saliera corriendo para poder morderla entre los dos. ¡Como en los viejos tiempos!
No, espera, Enrique nunca había mordido un balón por lo que yo recuerde. Pero yo sí y es difícil romperlos, pero con el tiempo uno se acostumbra y logra su cometido, ¿no? Al menos, Enrique jugará conmigo pateando aquella esfera y yo iría detrás, ladrando y con la lengua afuera dispuesto a seguir jugando hasta que me diera agua.
Y hablando de agua, ¡cuánta sed! La ama de mi amo no me daría agua. Ella no me agrada mucho que digamos, y al parecer yo no le agrado a ella, tomando en cuenta que ella fue la que me aceptó cuando mi amo me sacó de la caja y me despedí de mis hermanos. Eso fue hace mucho tiempo y…
¡Ah, antes de que se me olvide! A mí siempre se me olvidan las cosas cuando mi amo juega porque yo también quiero jugar y no puedo, porque tengo que ser un perro obediente para que mi amo me diga «eres un buen chico» y me acaricie y me abrace. Pero hay una cosa que siempre se me olvida porque eso lo hace mi amo, quien es el que siempre habla con palabras extrañas que yo pienso pero no puedo decirle sin que no me entienda. ¡Ay, ya me perdí! ¿Qué tenía que hacer?
¡Ah, sí, sí! Me llamo Simba y soy un golden retriever. No sé de dónde mi humano se inventó ese nombre tan extraño, pero sí recuerdo que me nombró así el día en que me sacó de la caja y me elevó por encima de su cabeza cantando algo ininteligible para los oídos de un cachorro, que solo reconoce silbidos.
—Simba, compórtate —rezongó la ama de mi amo, mirándome bajo esos horribles y enormes ojos negros de mosca que cubrían los verdaderos. Los humanos son tan raros, a veces. Como esos ojos negros o esa horrible ropa… ¿Qué les cuesta andar sin esa ropa molesta?
Al menos, no corro con la mala suerte de Charlie, un puddle que vive a dos cuadras de mi hogar, a quien siempre le ponen un tutú. ¡Ja! Que buen chiste. Tutú. ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Que nombre más ridículo para una falda. Y tengo todo el derecho a reírme porque Charlie no está aquí; de lo contrario tengo que mantener el hocico cerrado o si no me diría algo como «La vas a pagar, Simba. Charlie nunca olvida».
Tutú… No puedo evitar reírme en mi cabeza.
Pero debo comportarme, aunque esté demasiado ansioso por querer llevarme ese balón ya que mi amo se la pasa a otro chico, luego éste a otro y ese otro a otro, y ese otro a otro y ese otro a otro que no conozco… ¿Por qué hay tantos humanos persiguiendo un balón?
—De seguro tiene sed, mamá —dijo la hermana mayor de mi amo. Stephanie.
Al igual que mi amo, es muy, pero que muy amable conmigo. Es una pena que ya no viva en nuestra casa y tenga que cargar a un cachorro de humano entre sus brazos. Puso un tazón de plástico en el suelo de césped y lo llenó de agua. No hubo necesidad que me llamara, ya que me acerqué, olfateé el espantoso aroma que las manos de Stephanie ahora transmitían junto con el del cachorro de humano y, con un resoplido, dediqué varios lametones al agua. ¡Qué fresca estaba!
—¿Viste? —le dijo a su ama—. Solo tenía sed.
—Sabes que no me agradan los animales, Steph.
—Pues deberías. No sabes lo útiles que son cuando uno está en peligro.
¿Peligro? ¿Quién dijo peligro? Me detuve y miré en derredor. Luego a mi amo a quien tardé en buscar en la manada de chicos que correteaban en el campo. No estaba en peligro…, a no ser que los chicos con los que jugaba quisieran lastimarlo como Zack El Sarnoso. Pobre tipo, si no hubiera preñado a Susy (la chihuahua que siempre va al parque Dery todas las tardes), los demás perros y uno de los humanos que acompaña a Susy no lo hubieran lastimado. Eso sí era estar en peligro.
Pero mi instinto me decía que no había peligro, así que volví a mi labor de tomar agua. De repente, todos los humanos gritaron al unísono y mis sentidos se pusieron en alerta. Todos los humanos sentados en las gradas se pusieron de pie, sonaron sus bocinas y gritaban « ¡GOOOOOOOL!». Ladré y me inquieté ante el ruido, buscando a mi amo como loco.
Divisé a Enrique corriendo con su rostro distorsionado en una mueca difícil de comprender. Se abalanzó sobre otro chico en un abrazo y, luego, otros humanos vestidos con shorts y franelas se abalanzaron sobre ellos, celebrando. ¡Qué cosas! Mi humano anotó un gol (sea lo que sea que eso signifique) y me lo había perdido.