Incomparable

VIII. NO FUE TU CULPA

Apenas su madre había aparcado el auto, Enrique tuvo la firme convicción de no querer apearse y enfrentarse a lo que le esperaba dentro de la escuela secundaria. No revisó su whatsapp esa mañana, pero estaba seguro que después de los mensajes de consuelo que enviaron por el grupo de su salón de clases a Oscar, solo quedaría el odio hacia él y hacia Simba. Eso sí, esperaba encontrarse con Oscar para pedirle disculpas y evitar que lo volviera a dejar en visto como hizo anoche.

—¿Y bien? —preguntó su madre.

Enrique inhaló profundamente y dejó escapar el aire de sus pulmones.

—No quiero entrar. Quiero irme a casa.

—Enrique, lo que pasó ayer, ya pasó. No hay marcha atrás, no hay forma de que lo corrijas pero de que sí pidas disculpas y sigas con tu vida.

—¿Y si Oscar no me vuelve a hablar? —Se recordó a sí mismo enfatizar que Oscar era solo su amigo, no su amante ni menos su novio. No quería alterar a su madre más de lo que ya estaba.

—Es un buen muchacho, Enrique, sé que te perdonará e igual a Simba. Además, él no es el primer muchacho que un perro muerde.

—¿Qué pasará con Simba? —Apartó la mirada con las lágrimas a punto de desbordarse de sus párpados.       

No pudo conciliar el sueño sin imaginarse lo que sus padres le harían a su mascota si los de Oscar decidían demandarlo, exigiendo que sacrificaran a Simba. ¿Ese sería el detonante para que él huyera con su perro, y no la necesidad de salir del armario de una vez sin importar las consecuencias? No… ¿O sí? Todo era tan confuso, tan espeluznante que si hubiera sido avestruz, ya hubiese ocultado su cabeza dentro de un hoyo a mil metros bajo tierra.

—¿Cómo que qué pasará con Simba? —preguntó su madre, frunciendo el ceño.

—¿No es obvio, mamá? Tú odias a Simba…

—Yo no odio a Simba, solo digo que…

—Sí, sí: toxicariasis, toxoplasmosis y el montón de bacterias y parásitos que tienen los animales. —Hizo una pausa para enfatizar en su ironía—. A papá tampoco le cae bien. ¿Qué más quieren ustedes para matar a Simba, para quitármelo una vez más?

—¿Pero de qué estás hablando, hijo? Tu padre y yo jamás haríamos algo así. Sabes muy bien que tuvimos que llevarnos a Simba al veterinario cuando se envenenó. Fue un accidente; no estaba planificado y tú padre no quería hacerle daño. Solo quería envenenar a unos ratones y falló. Eso es todo. —Su madre agarró las manos de su hijo entre las suyas y dedicó un suave apretón—. Sé que lo mucho que significa Simba para ti, y lo respeto. Pero tienes que pasar la página y no seguir estancado. Nadie lastimará a Simba, te lo prometo.

Enrique odiaba esa voz suave y conciliadora de su madre; esa voz que proclamaba confianza, que decía «ámame que yo te amaré tal cual y cómo eres, porque eres mi hijo y de nadie más; porque amo tus imperfecciones, tus aciertos y desaciertos.», cuando en realidad si ella supiera la verdadera historia de lo que sucedió en las duchas, se espantaría y prohibiría volver a ver a Oscar.

Era ese tipo de voz lo que más lastimaba, esa falsa confianza que parecía un vaso tan frágil que, a la menor caída, se rompería en miles y millones de trozos irreparables.

Escuchó el timbre a lo lejos. Su corazón dio un vuelco y sus piernas comenzaron a temblar.

—Es hora de irte si no quieres llegar tarde.

La fresca brisa de noviembre le abofeteó las mejillas cuando se apeó del auto y se dirigió, con el bolso sobre uno de sus hombros, a la secundaria.

El exterior del edificio era una mezcla de paredes grises con franjas rojas y largos ventanales en algunas zonas específicas, sobre todo en los laboratorios de química y biología, en la biblioteca, cibercafé y algunos salones. Sin embargo, el interior era demasiado claustrofóbico con tantos adolescentes correteando de un largo a otro, conversaciones que se confundían en el aire, miradas de recelo, sonrisas de amabilidad, saludos y abrazos; todo en un mismo momento mientras apuraba el paso, lanzando fugaces miradas de soslayo a los que lo veían.

Se detuvo delante de su casillero para depositar el libro de química analítica y física. No había ni siquiera abierto el casillero, cuando una mano golpeó la superficie de la compuerta, sobresaltándolo.

Era Alexis, uno de los chicos mayores de su curso.

—A ver, a ver, a ver —dijo, apoyando un codo contra el casillero contiguo y cruzándose de brazos. No estaba solo. Nunca estaba solo. Max, Devlin, Javier y Nicolás estaban con él, rodeándolo—. ¿Llamarás a tu perro para que me muerda, Ortega? Sabes que Oscar te va a demandar. Acabas de arruinar a todo el equipo de fútbol y no estamos para nada contentos.

—No, para nada.

—Eres un animal, Ortega. ¿No deberías estar en la perrera?

Risas.

Enrique bajó la cabeza, intentando conservar la calma.

—Fue un accidente.

—No, no lo fue —siguió Alexis. Su voz era irritante: siempre petulante, siempre orgullosa, siempre egocéntrica—. Un accidente deja muertos, no inválidos.

Enrique alzó la mirada y la clavó en el muchacho, que era un poco más musculoso que él aunque del mismo tamaño.




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