Incomparable

IX. EXENTO

No había nada más incómodo que las pulgas, y era una de las cosas que no lograba comprender: ¿por qué tenía pulgas si no tenía olor? Además, ni siquiera estaba tan sucio como para haberlas atraído, ¿verdad? Aunque empezaba a suponer que la limpieza no tenía mucha relación con el olor, porque igual sentía la incómoda sensación de que algo me caminaba entre mi pelaje, algo vivo y que no debería estar allí, obligándome a rascarme con los dientes delanteros.

Mientras me rascaba, recordaba lo débil que me sentía. ¡Incluso el amo de mi amo se había preocupado al no verme en movimiento o ladrando! Pero, ¿con qué fuerzas iba a ponerme de pie y a ladrar si lo que quería para ese momento era cerrar mis ojos y dormir, tomando en cuenta que no era de noche. 

—Se repondrá, señor Ortega —dijo la humana intercambiando una mirada complicidad con el tal doctor Strauss.

—Ciertamente —replicó el doctor, dedicándome una sonrisa torcida que no me agradó en lo absoluto—. Le dimos una pequeña dosis de anestesia para poder revisarlo con mayor cuidado. Simba no tiene rabia hasta donde pudimos averiguar; de todos modos, le administramos un refuerzo de anti-rabia en caso de ser necesario.

El amo de amo asintió.

—Solo espero que se ponga de pie. No quiero que mi hijo se vuelva loco cuando se entere que su madre los ha llamado.

Después de eso, se fueron. No hubo ningún otro sonido excepto el de algunos carros con ruedas que debían pasar frente a la casa, y de algún perro lejano ladrando «Humano. Intruso. Humano. Intruso»; al cabo de un rato, se calló.

Poco a poco fui recuperando las fuerzas. ¡Por todos los balones que mi humano jamás mordería! Cuánto extrañaba el poder mover mis patas y el sentir mi pecho subir y bajar, así como la necesidad de abrir la boca, de moverme y hacer algo perrunamente productivo. Peor lo único que hice fue tomar agua. Tenía tanta sed que acabé por lamer las orillas húmedas del tazón antes de dedicarme a morder la pelota y encargarme de las pulgas.

Tengo que admitir que la presencia de ese doctor Strauss me dejó muy mal…, terriblemente mal. No porque me debilitara con algún poder sobrenatural para mi poco conocimiento en humanos, ni mucho menos porque me inyectara y me doliera; sino por lo que había dicho: de que yo era el reemplazo del original. ¿A qué se refería él con eso? ¿Acaso había algo que yo no sabía, pero que los amos de mi humano sí? ¿Acaso mi humano lo sabía? 

Mmm… suponía que no. ¡Ay, pero que molestas son las pulgas! No me dejan concen…

Uun sonido bastante peculiar me detuvo en seco para erguir el cuello, con la mirada clavada en dirección a la casa. Era un sonido leve de neumáticos rechinando, como si alguien hubiera aparcado en el camino de entrada. Sin embargo, el sonido que más me alegró fue oír la voz de mi humano decir un «Gracias, mamá», seguido de la voz de la ama de mi amo decir «Se cuidan, por favor». 

¡Regresó! ¡Regresó! ¡Regresó! ¡Mi humano regresó! No podía dejar de saltar y ladrar. Rayos, quería verlo, quería llamar su atención para que me hiciera cariño, para que ahuyentara la presencia de esos humanos intrusos que me tocaron sin su permiso lejos de mi mente. Me eché en el suelo y di vueltas sobre el césped para arrancarle una sonrisa cuando me viera. ¡Y así fue! 

Abrió la puerta que conducía al patio y su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, al tiempo que mantenía la puerta abierta. Otro humano salió de la casa, y toda mi alegría se esfumó de súbito. ¡Ay, no! Ese tal Oscar había regresado y de seguro iba a amenazar a mi amo con algo malo, o a mí por morderlo. 

Qué mal se veía ese tal Oscar con un extraño palo bajo el brazo, una pierna apoyada en la tierra y la otra ligeramente inclinada como si no pudiera tocar el suelo. En muy pocas ocasiones había visto a perros callejeros con esa misma posición, en especial cuando se lastimaban o se les infectaba la herida. ¿Será que le infecté la herida a ese humano sin querer queriendo? 

No lo creía, ya que se veía muy feliz a pesar de que se tardó bastante en bajar los tres peldaños que descendían al patio. Ambos humanos se acercaron a mí, y el olor de mi amo llenó mi nariz. No pude evitar gemir y sacudir la cola, emocionado que estuviera de vuelta conmigo. Quería que me diera esos abrazos Simba-Simba que tanto me gustaba, que me acariciara detrás de las orejas y el cuello, y luego morder la pelota. ¡Sí, sí! Ya basta de perder el tiempo, era hora de que mi humano reforzara sus dientes con la pelota.

—¿Quieres que te ayude? —le preguntó a Oscar. 

Miré al muchacho sacudir la cabeza. No estaba muy cerca de mí, pero tampoco tan lejos. Si tensaba la cadena, podía alcanzarlo para olfatearlo y no para morderlo. ¿Se dejaría? Tal vez no; tal vez me tendría miedo y solo estaría enfrentándose a mí para superar su temor a que otro perro lo mordiese.

Mi humano se sentó a su lado, a la misma distancia. ¿Qué estaban haciendo? 

—Simba —dijo mi amo con voz firme, mas no autoritaria—, Oscar está aquí porque quiere una disculpas por lo que hiciste. Morderlo no estuvo bien y lo sabes de sobra. 

Bajé la cabeza, mirándolo de soslayo para luego bajar la vista. Ya lo sabía. Me equivoqué, sí, y ya no quería que me lo siguiera repitiendo porque me hacía sentir mal.

—Así que, sé un buen chico y discúlpate para que Oscar esté feliz de nuevo.




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