La bocina del taxi sonó. Brett la sujetó de la mano y la guió a través de las escaleras hacia el exterior del edificio. De inmediato percibió el aire gélido que le estremeció la piel y añoró el ambiente cálido que reinaba en el departamento; sentados uno al lado del otro, sus brazos rozando, el calor agradable que emanaba su piel. El vehículo se encontraba estacionado a una orilla de la calle, pero Amelia deseó que aún no estuviera ahí. No quería marcharse. Aún la invadía esa sensación inexplicable de pretender alargar aquel momento, pero ya no podía.
Era tiempo de ir a casa.
«Avísame cuando llegues. ¿Está bien?» le había dicho él. Ella asintió y dio un paso adelante. Posó una mano alrededor de su cuello y le acarició con delicadeza la nuca, mientras depositaba un beso en su mejilla. Él se quedó sin aliento, una corriente de electricidad lo recorrió entero y los poros de su piel se pusieron de punta. Se preguntó si Amelia era capaz de percibir la manera en que latía su corazón, como si estuviera a punto de atravesarle el pecho. Entonces, supo que le llevaría tiempo procesar aquellas señales. «¿Tenían algún significado o tan solo eran los efectos de un par de copas de vino?». Apenas reaccionó para abrir la puerta del vehículo, colocando una mano al borde del techo para impedir que se golpeara al ingresar. Amelia no tardó en reconocer aquel gesto de atención. Le resultó tan tierno que se quedó pensando en él lo que restaba de la noche.
Se había quedado en ese instante.
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—¡Zoe, ey! —exclamó a través del teléfono.
—Ahí estás, maldita. Mirate. Apenas son las nueve y ya te ves como una diosa. ¿Cómo lo haces, Ami? —su amiga pronunció de manera cariñosa. Podían verse a través de la cámara del teléfono móvil—. Cuéntamelo todo.
Amelia enrojeció de inmediato. Llevaba un cardigan tejido en color neutro. Se había envuelto en él, mientras disfrutaba de los rayos de sol y bebía un té de frutos rojos de a sorbitos. Zoe, en cambio, aún se hallaba en la cama y vestía un pijama gris porque en aquel sector del mundo donde se encontraba la noche evocaba la hora de dormir.
—No hay nada que decir.
—Eso no es cierto. Estuvieron toda la noche en su departamento. ¿En serio no pasó nada?
—Bueno, estuvimos conversando. Hablamos mucho. Nos reímos —admitió. Luego, se tomó unos segundos de silencio para procesar las palabras en su cabeza. No quería apresurarse, pero deseaba contárselo todo a su mejor amiga—. Él es… Es lindo. Es bueno escuchando. Se interesó por mi trabajo ¿sabes? —remarcó—. Pero además tiene… Hay algo especial en su forma de ser. Actúa con seguridad. Y ha sido atento de un modo natural.
—¿Pero…?
—A veces creo que es un poco joven para mí —largó.
Zoe negó con la cabeza.
—Amelia, vamos. Estamos en el siglo veintiuno. Los hombres siempre han salido con mujeres más jóvenes y nadie les ha dicho nada. Eso no es excusa.
—No sé —se encogió de hombros, dubitativa—. Tengo que solucionar lo de Elijah antes.
Zoe arrugó su cara con fastidio. Detestaba oír su nombre. A pesar de la distancia, siempre se las ingenió para resguardar a su amiga. Había estado en los buenos momentos, pero aún más en los malos. Había estado ahí para escucharla hablar durante horas, también para escucharla llorar de tristeza porque su vida planeada se desmoronaba. Sabía la clase de persona manipuladora que era Elijah y sin dudas, si no estuviera trabajando del otro lado del mundo, ya lo habría buscado para darle una merecida paliza.
—A la mierda Elijah. No puedes detener toda tu vida solo porque ese imbécil se niega a firmar un papel —murmuró—. Ya está claro que te gusta Brett. Así que ahora deberías comprobar si también es bueno en la cama.
—¡Zoe!
—¿Qué? Eso también es importante.
—Lo sé. Solo que a veces creo que olvidé… Ya sabés. Los últimos seis años solo estuve con Elijah —dijo ligeramente afligida. Era perturbador darse cuenta que había compartido tanto tiempo de su vida con él. Le mostró cada una de sus versiones y él destruyó todas porque pretendía una versión de Amelia creada a su antojo. Algo que nunca consiguió por completo.
—Con más razón. Mereces a alguien que sepa como tratarte, Amelia. Y parece que Brett tiene potencial —destacó entusiasmada por su amiga—. Pero si aún crees que es demasiado pronto o lo que sea… Tómate tu tiempo. Siempre me tienes a mí. ¿De acuerdo?
Todavía en el sofá, apoyó el teléfono sobre la mesita ratona y se abrazó a sus rodillas. Zoe tenía razón: merecía un nuevo comienzo. Reabrir su corazón que se hallaba bloqueado por sus temores. Merecía darse otra oportunidad en lo que respectaba al amor; siempre había sido enamoradiza, la clase de persona que disfruta la vida en pareja. Sin embargo, una parte de sí misma continuaba aterrada. Se suponía que se había alejado para reconstruirse, pero nunca tuvo en cuenta que aparecía alguien más en medio de todo ese proceso. Alguien que empezaba a sacudir su mundo de un modo dulce. Esperanzador.
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Un «árbol del paraíso» se hallaba en el amplio espacio verde que la familia Rhodes tenía como jardín trasero. El lugar estaba repleto de vegetación, flores y arbustos que sumergían a cualquier visitante en la naturaleza y transmitían una sensación de calma. También había una piscina, juegos infantiles, una mesa y sillones de jardín. Aunque, sin dudas, el protagonismo se lo robaba aquel árbol de antaño que tenía la particularidad de poseer flores blancas y lilas. En esa época, los pétalos caían y destacaban en el césped como una decoración natural.
Brett corrió dando giros en los alrededores, sus zapatillas oscuras mezcladas con los pétalos derramados en la superficie. En un brazo cargaba a Valentina y en el otro, sostenía a Molly. Tenía la fuerza suficiente para mantenerlas elevadas casi como si aún fueran pequeñas. Valentina, que llevaba el cabello recogido en una cola de cabello destartalada, reía emocionada. Mientras que Molly con sus rizos definidos, trataba de resistir las carcajadas, rehusandose al gesto.