La tormenta que inició a mitad de madrugada le había traído pesadillas recurrentes. Despertó temerosa, su respiración agitada provocó que su pecho subiera y bajara de forma brusca, y una escalofriante sensación le presionaba la garganta. En medio de los estruendos, intentó tranquilizarse. «Solo son truenos» pensó, aunque su mente los confundió con golpes violentos en la puerta de entrada. No pudo conciliar el sueño hasta que se levantó, caminó hacia la sala y comprobó que todo estaba en orden. Observó el seguro intacto y recordó a Brett, él lo había colocado con esmero y gracias a eso, ella se sentía un poco más segura. Largó un suspiro pesado «¿cuánto tiempo más voy a seguir así?» se preguntó. No podía vivir aterrada, rogando que a su ex marido no se le ocurriera aparecer de improvisto para pedirle volver a la casa con él. Eso tenía que cambiar pronto.
Metida en la cama, volvió a dormir cuando los estruendos cesaron, reemplazados por la melodía de una lluvia torrencial.
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Mientras se dirigía hacia el refugio bajo la lluvia, Brett comprobó que había sido una buena decisión aceptar el vehículo que Elián y Mila le habían obsequiado años atrás. Sí. En su cumpleaños número veintidos, lo sorprendieron con un juego de llaves que pertenecían a un vehículo deportivo color plateado. Aquella tarde, abrió los ojos de par en par y contempló enmudecido el obsequio que no había tenido lugar ni siquiera en sus mejores sueños. Sin embargo, su alegría fue corrompida por una voz interior que le gritó «no lo mereces». Brett enseguida le dio la razón a esa idea dañina. En esa época, su vida era un poco desastrosa: se había dado cuenta que la universidad no era para él, sentía que no encajaba y tenía decidido dejarla, aunque aún no se lo contaba a Elián y Mila. Fue abrumador. Sus errores iban a decepcionar a los demás y no podía tolerarlo, en su cabeza siempre persistía la idea de no causar problemas; quizá porque todo el tiempo mantenía la impresión de que estaba en deuda con los demás.
A pesar de que Elián y Mila lo querían, aún lo pensaba de vez en cuando. Incluso cuando se esforzaban día a día en hacerle sentir que era uno más en la familia y que hacerle un obsequio solo era una manera -de tantas- para demostrarle cuánto lo amaban.
El fin de semana, luego de cenar y ver una película con sus hermanas, Brett decidió marcharse. Mila le recordó que aún estaba el vehículo y Elián insistió en que debía llevárselo. Finalmente, Brett accedió y dio el brazo a torcer, tomó las llaves y volvió a su apartamento escuchando música en la radio. El coche estuvo guardado durante cinco años.
—Es un encanto —pronunció Cristina. Mantenía la vista puesta en Amelia, que se encontraba apilando bandejas vacías—. Vino durante la mañana. Me ayudó a hornear pan, luego armamos las bandejas del almuerzo y se ha pasado todo el rato recibiendo a la gente.
—Se está adaptando, ¿no? —sonrió Brett conteniendo sus emociones. Él no solo diría que es un encanto. Más bien diría que es preciosa, que el mundo se ilumina a cada paso que da, que el tono de su voz te envuelve como si fuera una dulce melodía.
—Era lo que necesitaba el refugio —afirmó la mujer.
—¡Brett! —Amelia lo distinguió, poniendo una sonrisa. En seguida se aproximó y lo abrazó, rodeándole el cuello—. Que bueno verte por aquí.
—Lo mismo digo —anonadado, correspondió al abrazo. Le rodeó la cintura y la mantuvo junto a él durante varios segundos que se sintieron eternos—. ¿Estás bien? Te ves... contenta.
—Lo estoy —aseguró—. Me hace bien estar aquí.
Durante esa jornada, Amelia se sintió realmente útil. Se había llenado de energía. Además, en aquel espacio se sentía segura: era un sitio donde nadie la reconocería, Elijah jamás aparecería por allí, era un lugar totalmente ajeno a su antigua vida.
—Entonces, creo que tenemos una voluntaria oficial —se despegó ligeramente, mirándola a la cara. Ella asintió—. Eso amerita un festejo.
Amelia estaba a punto de preguntar «¿qué clase de festejo?». Quería saber si se refería a una reunión entre amigos -como la ocasión anterior- o si esta vez estaba en sus planes invitarla a otro sitio. No le importaba demasiado a dónde. A lo largo de su vida había visitado cientos de restaurantes carísimos y asistido a celebraciones exclusivas, sin embargo, pocas veces había disfrutado tanto como la noche en casa de Brett. Empezaba a comprender que no se trataba del lugar sino más bien, de las personas a tu alrededor. «Podríamos tener nuestro propio festejo» planeó murmurar -si es que él no se arriesgaba a dar el paso-, pero la puerta principal se abrió. Tuvieron que descender la mirada para divisar de quién se trataba. El pequeño Alex se encontraba ligeramente empapado y en su expresión podía leerse que algo lo preocupaba.
—Hola —dijo con una vocecita infantil—. Vengo a buscar comida.
—Ey, enano —Brett se acercó, agachándose a su altura. Observó a su alrededor: no había nadie más—. ¿Estás solo?
El niño asintió.
—Alex, ¿me recuerdas? Soy Amelia —también se aproximó dándole un vistazo—. ¿Dónde está tu mamá?
—En casa —respondió—. Creo que está enferma o algo así. Me dijo que aquí me darían comida.
Como cualquier niño, Alex tenía una chispa especial en la mirada. Un brillo propio de la inocencia que las personas suelen perder a medida que crecen y se convierten en adultos. En su piel trigueña, poseía una cicatriz en forma de luna menguante pequeñita que se había hecho mientras jugaba en los columpios de un parque. El cabello lo tenía rizado; cada mechón recordaba a los fideos tirabuzones y caían por debajo de las orejas. Le faltaba una paleta, por lo que su sonrisa se veía ahuecada, aunque el nuevo diente empezaba a asomarse.
Pese al maltrago, en la expresión de Alex se leía una alegría innata. Él estaba contento porque había llegado al refugio a buscar comida para su mamá. Lo había hecho bien.