Caminaron con prisa el tramo que restaba entre el edificio y el vehículo, que se encontraba aparcado a la orilla de la calle. Lo hicieron bajo una lluvía feroz. Parecía que el cielo se había convertido en un océano infinito. Como si lo hubiera hecho a propósito para ambientar la situación que atravesaban. Un saber amargo aún se adhería a la garganta de Brett y la angustia se le había acumulado en el pecho a causa de los recuerdos que habían despertado.
A veces estás convencido de que olvidaste ciertas memorias, crees que las dejaste en el pasado, en un lugar donde jamás podrás regresar. Entonces, algo las evoca: un aroma, una palabra, incluso la escena de la película que están pasando por televisión y viste de casualidad. Pequeños estímulos que se convierten en máquinas del tiempo y te llevan justo ahí, a ese pasado que jurabas haber olvidado. Eso le había ocurrido a Brett.
Amelia, en cambio, lo veía desde un lugar de «testigo». Podía involucrarse e intentar ponerse en sus zapatos, pero no lo entendería del mismo modo porque jamás lo vivió. Aun así, también se sentía afligida. Impotente. Quería hacer algo para ayudar a revertir esa situación, evitar que un niño como Alex tuviera que pasar por algo así, pero no encontraba la manera. Al menos no de inmediato.
Agobiada, se hundió en el asiento del vehículo. Algunos mechones de cabello estaban fuera de lugar, la lluvía torrencial y el viento los había movido. Tenía las manos heladas, las mejillas enrojecidas y percibió cómo el cuerpo perdía calidez a causa del clima. Deseó darse una ducha caliente. El estado de Brett no difería demasiado, su pelo lucía ligeramente alborotado, algunas gotas de lluvia se perdían en las facciones de su rostro y se frotó las manos una y otra vez, en busca de calor. Tras mirarlo sin objeciones, Amelia comprobó que él nunca perdía su atractivo.
Él la descubrió viéndola y las mejillas se tornaron aún más rojizas. Quiso esconderse, pero dentro de aquel auto no había ningún sitio a donde ir. «¿Sería ridículo intentar meterse bajo el asiento?» se preguntó en silencio para calmar la tensión. Sin embargo, lo siguiente que pasó la alborotó más. Brett extendió la mano, deslizó una suave caricia a través de su mejilla y lo acomodó un mechón detrás de la oreja, tal como lo hizo aquella vez en la puerta de su casa. Fue un gesto dulce que, al mismo tiempo, avivó una bandada de mariposas aleteando en su estómago.
—Estás helada. Podrías enfermarte —murmuró preocupado. Después, volteó hacia el asiento trasero hasta dar con la sudadera extra que llevaba por si acaso en días de tormentas—. Ten. Abrígate.
—Gracias —alcanzó a responder tras salir de su ensoñación. Sujetó la prenda y la colocó sobre su falda. Luego, se quitó su abrigo y el sweater de hilo. Todo estaba húmedo. Sin previo aviso, quedó en un sencillo sostén negro.
—Lo siento —pronunció Brett, que enseguida se volteó hacia el lado contrario. Sin embargo, fue inevitable: ya tenía la captura de esa escena en su cabeza y no sería fácil de olvidar—. No sabía que ibas a…
—Está bien —interrumpió—. En verano es normal ver chicas en bikini ¿no? No entiendo qué tiene de diferente a un sostén —expuso nerviosa, mientras se ponía la sudadera que estaba seca, suave y olía a Brett. Un aroma que le empezó a resultar adictivo.
—No es lo mismo —aclaró mientras ponía en marcha el auto. A pesar de la lluvia, comenzó a conducir por la carretera.
—¿Cómo qué no?
—En esta situación no es lo mismo —trató de explicar—. Podría ver a cualquier otra chica en bikini o en sostén que no me pasaría nada, pero contigo… —¿debía decirlo? ¿correspondía luego de la situación que acababan de vivir? No estaba seguro—. Nada, olvídalo —largó un suspiro pesado.
—¿Conmigo qué, Brett? Ahora quiero saber.
—Mierda. Tendremos que esperar.
En ese instante, el clima se potenció captando la atención de ambos. Parecía un diluvio. El asfalto se hallaba resbaladizo, las copas de los árboles se agitaban violentamente y Brett decidió que sería mejor detenerse un rato. Aparcó a una orilla de la calle dónde consiguió algo de reparo.
—Aún espero una respuesta —insistió. Él ya no debía conducir. No quedaban distracciones. Solo estaban los dos metidos en un vehículo esperando que la tormenta se calmara para seguir. El mundo les estaba regalando un valioso momento a solas. —¿Brett?
—Contigo es diferente porque me gustas, Amelia —confesó. Ella giró hacia su lado y apoyó la cabeza sobre el respaldo del asiento—. ¿Recuerdas cuándo nos conocimos en la floristería? Pensé que eras la mujer más hermosa que había visto. El día que llegué a tu apartamento y estabas herida… Quería quedarme ahí contigo para cuidarte. Luego apareciste en el refugio y desde ese día… Bueno, no he podido pensar en nada más que no sea en ti.
Ella no perdió la sonrisa mientras lo escuchaba hablar. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien le había dicho algo tan lindo? No podía recordar. En realidad jamás le habían hecho tal declaración.
—Brett…
—Ya sé. Eso sonó patético. ¿No? Deberíamos olvidarlo.
—Tú también me gustas, Brett —largó sin rodeos—. Se lo he dicho a mi mejor amiga —rió ligeramente nerviosa—. Y el día que te vi con un ramo de flores pensé que podría escribir un artículo sobre el amor a primera vista —agregó sin medir sus palabras—. Lo sé, es una tontería. Pero no te burles ¿de acuerdo?
El cielo gris, las gotas de lluvia golpeando contra la superficie del auto, Brett que la miraba como si estuviera perdido en ella. Aquel momento le resultó mágico. Emocionante. Acababa de encontrar a una parte de sí misma que había creído perdida, aquella Amelia que se dejaba arrastrar por sus emociones y se echaba a volar, sin temor a expresar lo primero que se pasaba por su cabeza. Durante mucho tiempo se acostumbró a vivir bajo las reprimendas de Elijah con temor de hacer o decir algo que pudiera molestarlo. De repente todo cambió. Brett la contempló como si acabara de oír lo mejor que le habían dicho en su vida y su corazón se ablandó. Empezó a derretirse. Fue en ese instante cuando empezó a desear cercanía.