Gigil: la necesidad urgente de pellizcar algo lindo y pequeño.
Ahin caminaba por el castillo arrastrando la larga cola de su vestido. Miraba a todos lados, quería asegurarse de no traer consigo ninguna otra sorpresa o duda que la corrompiera. También había decidido hablar con Wabi, no sólo por lo que le acababa de pasar, sino por su coronación. Su corazón latía a mil por hora. Tenía todas las intenciones de imponerse por sobre todos allí, ya que las puertas, que estaban esparcidas por el laberinto, eran acompañaras por dos soldados y no había oportunidad de escapar.
Entró por la primera puerta que encontró al castillo. Ésta daba a un pasillo de unos diecisiete metros. En su mente nada sobrenatural pasaba, nada más allá de lo que ya le había pasado. Sin embargo, ambos sabemos que eso es imposible en esta historia. Un grito agudo e incesante frenó rotundamente su paso sorprendiéndola, impactándola. Se escuchaba tan presente que ella calculó que venía de a un par de puertas más adelante. Corrió, encontró el lugar, y de un portazo entró.
Una mujer gritaba arrodillada en el suelo, sus uñas hincadas en la alfombra y una cama pequeña vacía, frente a ella, lloraba de sangre por las colchas.
La garganta de Ahin se expandió abriendo su boca ante tal escena. La suposición de que un lobo, alguna criatura asesina inimaginable, sedienta de sangre, egoísta hasta la última gota de su ser, haya pasado por allí le revolvía el estómago. Entonces sus cuerdas vocales comenzaron a vibrar y en un grito que se escuchó paredes adentro por todo el castillo, dijo:
— ¡Zarael!
El joven que se vio sorprendido por el furor de ese grito, empleó carrera de inmediato sólo siendo guiado por el eco de esa voz que iba desapareciendo de a poco.
Cuando encontró la habitación, frente a él estaba la Hiloit Catad, llorando en el suelo, siendo consolada por Ahin y el Príncipe (quien parecer estuvo más atento a la futura reina de lo que se podría esperar).
— ¿Qué ocurrió? —dijo dirigiéndose a Catad mientras se acercaba a tomarla por los ante brazos y levantarla.
— Alguien… —comenzó a decir ella. El Príncipe, con delicadeza y piedad en su mirada, ayudó a Ahin a levantarse poniendo ante todo su cortesía a la vista — Es que… —parecía no tener el valor de completar la oración, por lo que el General supo entender.
Se acercó a la puerta y llamó a una de las siervas de verde que siempre estaban cerca.
— Lleva a la señora Catad a una habitación donde esté cómoda y sírvela en la que necesite. No ahorres — le dijo, la sierva asintió y él le dejó en sus manos a la mujer quien se retiró llorando un mar de lágrimas del lugar.
Zarael suspiró y miró a Ahin quien esperaba una respuesta inmediata, sin embargo, éste no se la dio. Se acercó hasta la cama y miró con pena y mucha tristeza al darse cuenta de lo que pasó.
— Zarael —insistió la joven, éste frotó su cuello y respondió.
— Esto… —comenzó a decir, pero frenó al voltearse y volver en sí de que el Príncipe estaba ahí. No es que tuviera alguna certeza de que hablar en presencia de ese hombre fuese alguna especie de pecado, pero la sangre le hacía vibrar el corazón y sentía el sabor de la desconfianza en su boca tan sólo de escuchar su nombre — Ven, te contaré en el camino.
Ella lo miró con extrañeza pero no dudó en seguirlo.
— Alteza —la voz del Príncipe retrasó su paso —. Si quiere puedo encargarme de esta investigación. Mis tropas han resuelto los crímenes más aislados de los cuatro reinos alrededor.
— No es necesario, yo mismo me encargaré —se interpuso el General dando pie a una breve discusión.
— Me creo más capaz. Tengo grandes tropas muy leales a mi palabra y a la de este reino —contraatacó el Príncipe.
— Dudo mucho que sean más fuertes que el ejército de su Majestad.
— No es mi intención ofender a nuestra futura Reina, ella sabe que mis tropas están a su servicio.
— Basta —los frenó Ahin imponiendo su voz justo cuando Zarael tenía un gran argumento para callar a Sebastián —. Continuaremos nuestra charla luego, Príncipe. Ahora quiero que Zarael me explique la situación.
Ambos se voltearon para emprender camino, el General se despidió con una sutil sonrisa que provocó una mueca de fastidio en Sebastián, quien no pudo evitar decir para sí mismo:
— Tal como las flores se inclinan ante mí, no tardarás en servirme fiel seguidor.
— Tengo una fuerte sospecha de lo que pudo pasar —comenzó a decir Zarael al oído de la joven mientras los pasillos que pisaban se inclinaban ante su presencia—. Hace un tiempo largo, antes de que todo esto pasara, gente desaparecía del castillo, mujeres, hombres, Hiloits, niños. Lo peculiar era que siempre ocurría cuando las Reinas estaban de visita. Entonces la Reina Isara comenzó a citar a la Congregación, pero por separado, fue así que se dio cuenta de que…