Los murmullos y pasos iban acercándose cada vez más. Edahi estaba alerta, y aunque no sé si lo hizo conscientemente se situó delante de mí intentando protegerme de cualquier cosa.
Probé de encontrar el origen del sonido, pero parecía que procedía de distintos lugares al mismo tiempo. La oscuridad de la noche seguía impidiendo que viésemos nada, y empecé a retroceder un poco sin apenas darme cuenta. Pronto, una luz iluminó las rocas más cercanas. Eran luces de antorchas, montones de ellas llevadas por múltiples manos. Edahi, al ver la gente que se acercaba hacia nosotros, se relajó y observó la llegada de los intrusos con más curiosidad que temor.
― ¿Quién hay ahí? ―optó por decir hacia el grupo de gente.
Al principio nadie contestó, pero apenas fueron unos segundos. Las siluetas de un hombre y una de mujer débilmente iluminadas por el fuego aparecieron en la noche.
― ¿Edahi? ―murmuró la mujer. Apenas hubo pronunciado su nombre se acercó corriendo hacia el chico con la antorcha en su mano izquierda―. ¡Oh, Dios mío! ¡Menos mal que estás bien! ―gritó mientras abrazaba al pequeño Edahi.
En ese instante la reconocí. Era la madre de Edahi. El hombre a unos metros de ellos era su padre, y poco después fueron apareciendo un grupo de personas que identifiqué como la gente del pueblo. Algo más aliviada al comprender que eran sus padres preocupados por su hijo, me sentí estúpida ante el miedo infundado que había tenido.
― ¿Mamá? ―dijo Edahi con apenas voz―. ¿Qué ocurre?
La mujer se apartó de su hijo sin dejar de sujetarlo por el hombro con su mano libre. Lo miró a los ojos con severidad.
― Estábamos muy preocupados. Podría haberte pasado cualquier cosa ―dijo entre enfadada y angustiada.
― No es la primera vez que paso la noche fuera de casa… ―murmuró.
― Pero sí es la primera vez que hay algo peligroso en el bosque ―dijo su padre.
Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar la afirmación. Miré hacia todas partes intentando detectar cualquier posible peligro, pero no fue hasta que vi la mirada del hombre y la del resto del pueblo cuando me di cuenta de que todos me miraban a mí. Retrocedí un paso más. Edahi miraba a su padre sin comprender y luego se volvió hacia mí, comprendiendo al instante lo que acababan de insinuar.
― No. Ella no es peligrosa. Está perdida pero…
― Calla, hijo ―le ordenó su padre―. Todos nosotros buscábamos al culpable de las muertes del pueblo, alguien que pudiera envenenar nuestra comida, nuestra bebida... Todo el mundo come y bebe lo que servimos… ¡Todos menos ella! ―gritó su padre.
Edahi miró a su madre negando levemente con la cabeza y escuché que le susurraba algo. La mujer esbozó una pequeña sonrisa.
― Eres el más listo de todos… pero ahora sabemos que no era culpa tuya, hijo. Ella es la culpable. Sólo ella.
¿Estaban acusándome de envenenar la comida del pueblo? ¿Sólo porque no había probado bocado? Eso era absurdo. Edahi podía ver las muertes de la gente, él podía corroborar que no eran otras que las Parcas quienes se llevaban las almas de la gente. ¿Cómo podían acusarme a mí?
― Mamá… ella no… ―murmuró. La mujer lo calló con una pequeña sonrisa.
― Tranquilo, cariño. Todo irá bien ―murmuró―. Cuando ella desaparezca… todo volverá a ser como siempre…
Mis ojos fueron hacia la mujer. Su mirada era la de una madre, pero había algo en sus ojos que empezó a darme escalofríos. Luego me volví hacia el padre de Edahi, el cual estaba dando ciertas instrucciones a la gente del pueblo. Las caras adquirieron expresiones complacidas y, en algunas, divertidas. Los pasos de los pueblerinos se dirigieron hacia mí. Miré a Edahi una última vez, pero sus ojos estaban clavados en los de su madre. Ella acariciaba con ternura su mejilla, diciéndole que no tuviera miedo, que todo terminaría y volvería a ser feliz. Le hablaba de su hermana, que podría volver a corretear por la aldea sin miedo a que alguien la hiriese. Que no tendría que volver a temer por la vida de aquellos que amaba…