Isadora

Capítulo XI: Mi angelito

Caminó en dirección a una de las desoladas avenidas de Atenas bajo la luz fulgente de la luna de invierno, uno de los paisajes más agraciados de los muchos que tuvo el placer de presenciar. En sus brazos sostenía a la pequeña mortal, dormida y envuelta en una manta color menta. Los poros de su piel desprendían leves ondas de calor para mantenerla lo más cómoda que fuese posible. Una semana había pasado desde lo sucedido en el hospital, cinco días desde el funeral de Ephi y cuatro desde que pudo llevársela de Salónica.

Por mucho que quisiera, él no podía hacerse cargo de ella, no era capaz de darle todo lo que se merecía, así que decidió encontrarle una familia que si pudiera. Investigó contingentes padres por el sur de Grecia, pero ninguno lograba cumplir con las altas expectativas que tenía a pesar de que en el fondo sabía que lo más importante era que esa o esas personas que tuvieran la dicha de cuidarla, le ofrecieran amor puro e incondicional.

Pasó por la Plaza de Monastiraki y se encaminó por una de las muchas calles que se cruzaban con ella, llegando a un pequeño conjunto residencial que lucía seguro y agradable. La mayoría de las casas estaban en venta, era un lugar reciente y dejaba pocos candidatos.

Una pareja de ancianos, un joven de veinte años y una mujer, Evadne Lemonis, eran sus únicas opciones. Sin pensarlo demasiado descartó a los dos primeros, prestándole más atención a la historia de la morena trabajadora, quien no tenía esposo ni novio. Para él ese aspecto era importante, quería que gozara de ambos padres; sin embargo, consideraba que el tiempo libre que poseía iba a ser más que suficiente para dedicárselo.

La deidad paseó quedito, disfrutando de los últimos minutos que tendría a su alrededor. Sentía una presión en el pecho enorme, casi asfixiante y devastadora; era muy duro para él tener que separarse de ella, era tan pequeña y frágil que todo le daba miedo. Solo deseaba, con todo su corazón, estar haciendo lo correcto.

Al llegar a la entrada, retiró un poco la cobija, observando el inmaculado y rosadito rostro de la niña más hermosa que había visto. Le había puesto un conjunto que le compró, tenía un gorrito y unos guantes a juego, era de un tono durazno claro que le recordaba mucho a su madre, aunque no sabía el porqué.

Se permitió arrullarla, cantándole una canción que Niké solía tararear para su hermana cada vez que quería calmarla. Trataba de transmitirle el cariño que le tenía de alguna forma, quería que lo recordara, que lo viera como su mejor amigo, pero sabía que era peligroso y complicado. Sabía que era mejor que viviera su vida sin él en ella.

Su corazón se comenzó a sentir melancólico, triste, solitario y pequeño, era como si una parte de él estuviera a punto de ser arrancada. Tragó grueso y respiró hondo, repitiéndose una y otra vez que era por su bienestar, que ella estaría bien y que estaría feliz; sin embargo, tenía un leve presentimiento de que no debía simplemente dejarla. Al final empujó lejos esos sentimientos en su pecho y subió los tres peldaños que comunicaban con la puerta.

Miró cada detalle de ésta, estudiándola y memorizándola durante un largo rato, teniendo en cuenta que podía seguir viéndola a pesar de no poder estar presente. Suspiró, la volvió a admirar y le dio un beso en la frente, logrando que su boquita soltara un bostezo que le llenó el alma de felicidad. Nunca, ni por más que quisiera, la olvidaría, eso lo tenía muy en claro.

Sacó de su bolsillo el papelito donde escribió el nombre de la pequeña y lo metió entre la envoltura. Quería con todas sus fuerzas que portara ese nombre, le parecía digno de tan perfecta criatura.

—Aquí estarás bien, mi angelito —le susurró, preparándose mentalmente para lo que estaba a punto de hacer. 

Una silencio lágrima resbaló por su mejilla, y sin más, depositó con mucho cuidado en el suelo el más grande de sus tesoros para luego tocar el timbre y apresurarse en esconderse tras los arbustos. La luz del porche se encendió al tiempo en el que la figura de la mujer de cabellos oscuros, apareció. De repente, como si supiera lo que estaba pasando, el llanto de Io resonó por el lugar, capturando la atención de ambos.

—Oh, Dios mío... —La tomó, acurrucándola entre sus brazos y examinó su carita, preguntándose cómo era posible que la hubieran abandonado.

Dio un vistazo a la calle, inspeccionando por si aún había alguien cerca, pero todo estaba en penumbras, entonces unos tortuosos y lentos segundos pasaron en silencio antes de que se volteara para adentrarse a su hogar.

Altaír salió de su escondite, con el alma resbalándose por entre los dedos y se quedó allí, observando la vivienda sin nada más que una expresión triste en el rostro. Él sabía que por mucho que le doliera, había hecho lo correcto.



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Editado: 26.02.2018

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