Las caras de todos al aterrizar evidenciaba lo que acababa de pasar. Lo mal que había resultado todo. Caminaron apresurados hasta la casa de María, con esta en brazos, el cadáver de Dana y un moribundo Javier, ante la atenta mirada de los presentes, quienes sacaban fotos, grababan vídeos o llamaban a la policía para comentar la escena.
Sin embargo, no había tiempo de dar explicaciones o de tapar lo que estaba ocurriendo, había que actuar rápido para salvar la vida del domador y para que la ignis despertase en un entorno que fuese seguro y confortable para ella y, así, no volviese a entrar en ese estado.
Angélica comenzó a tocar la puerta desesperada. Si no le abría ya la echaría abajo. Entonces, el padre de María abrió. Esta lo empujó dentro y con la ayuda de Óscar colocó al domador en el salón.
El padre de la ignis los miró molestos. No podían irrumpir así cuando quisiesen en su casa. Era cierto que su mujer los había invitado, pero él no y también era su casa. Además, ¿qué estaba pasando?, ¡ese hombre estaba herido!, ¡los vecinos estaban cuchicheando! Los demás finalmente se irían del vecindario, pero él y su familia pertenecían ahí. No quería tener que mudarse porque aquellos extraños le destrozasen la vida.
—¡Esta no es vuestra casa!, ¡ya me he hartado, buscaos otro sitio! —Hizo una pausa y se giro hacia los nuevos—. ¿Y esos quiénes son? No, no y no. ¡Basta de traer gente a mi casa como si fuese vuestra!— Después se quedó en silencio en busca de su mujer y su hija—. ¿Dónde están María y Dana? —preguntó serio.
Angélica no tenía ni ganas de ser ella quien le diese la noticia, ni tenía tiempo que perder. Javier estaba malherido, debía sanarlo cuanto antes. Lo tumbó en el sofá y continúo su labor de creación de bolsas de agua.
—Tranquilo, vas a salir de esta —le susurró—. Venga, hemos pasado por cosas peores juntos. Sé que puedes —le dijo sin parar de sanarlo—. ¡Ayúdame!—vociferó a Óscar.
El profesor resopló. Nunca tenía muy claro cuál de las dos era la verdadera Angélica. Esa mujer dulce y protectora que mostraba con Javier o la altanera y egocéntrica que enseñaba al resto del mundo. Angélica debía entender que para todos era una situación difícil.
Nicky trató de avanzar hacia el salón, pero, de nuevo, Nate la retuvo y la apretó contra él.
—No—le susurró de forma dulce en el oído.
—Nicky, ¿dónde están Dana y María? —insistió el padre de la ignis.
Estaba empezando a preocuparse.
—Es mi culpa...
Eso fue lo único capaz de articular.
—No digas eso ni en broma. No es verdad —sentenció Nate arrastrándola fuera del lugar.
Esa situación no le venía nada bien. Necesitaba relajarse.
Entonces Mateo entró a la casa con María en brazos y la dejó con suma delicadeza en otro de los sofás. Su padre corrió hacia ella con el rostro desencajado.
—Cariño —repitió una y otra vez—. ¿Qué le habéis hecho? —gritó de forma violenta.
—Está bien. Se ha desmayado por el esfuerzo —respondió Mateo de forma calmada.
De todo, él y Nate eran los únicos con nervios de acero. Los únicos que, aún estando destrozados por dentro, sabían, más o menos, como manejar la situación y como hacer para que los demás mejorasen.
Sin embargo, llegó el momento. Bruno entró con la inerte Dana entre sus brazos. Su marido palideció. No, no podía ser cierto. Se acercó despacio y la cogió entre sus brazos. Estaba fría y pálida, pero aún así no se creía que estuviese muerta, parecía dormida, relajada. Dana había guardado tantos secretos durante su vida y había huido tanto que, en verdad, sería una de las pocas veces que estaba completamente en paz.
—No, no puede ser —susurró.
—Yo... lo siento —dijo Bruno.
—¡Cállate!, ¡no quiero que te vuelvas a acercar nunca más a mi hija! —Hizo una pausa—. ¡Ni tú, ni ninguno de tu maldita familia!—espetó con toda su furia sin dejar de mirar a su mujer—. Esto es todo culpa vuestra... —dijo perdiendo cada vez más la voz.
—Entiendo su frustración y su pena, pero no es el momento —respondió Mateo.
—¿Qué no es el momento?, ¿qué no es el momento?, pero ¿cómo te atreves a decirme eso con mi mujer.. —No fue capaz de decir lo que seguía a continuación—. Quiero que os vayáis todos de mi casa.
Todos los allí presentes miraron a Mateo en busca de qué hacer, pero quien contestó esta vez fue Angélica.
—Eso no va a ser posible.
—¿Cómo? —preguntó él atónito.
—Tenemos que curar a uno de los nuestros y hablar con tu hija cuando despierte —añadió Mateo.