Jaula de Aves

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22 de Marzo de 1941.
 

Olga Skowron, ahora llamada Amelie Vogel fue llevada por aquel soldado amigable; Aaron Lenz era su nombre quien tenía apenas 24 años cuando se unió al ejército de Alemania. Su casa era grande, una de las tantas ubicada sobre Grünberger Str., en Friedrichshain, remotamente alejada del centro de la ciudad. Aquella noche Aaron abrio la puerta de su casa, Amelie temblada de miedo, sus rodillas chocaban una con la otra, Aaron paso y prendio las luces y se aparto de la puerta. Amelie entro con miedo y alerta. 

—Otra vez llegando tarde, Walt.—escucho Amelie una queja provenir de la cocina, con una voz suave y autoritaria a la vez.—No quiero mandar a Aaron por tí otra vez.

De la cocina salió una mujer baja y robusta, cabello oscuro y recogido, una cara seria pero con ojos amables.

—Aaron, creí.. que eras tu padre.

—¿Aún no llega? Dios, ese hombre.—espetó quitandose el cinturón y su abrigo. 

—¿Y ella quien es?—pregunto enfocandose a la joven tímida junto a Aaron. 

—Estaba sola bajo la penumbra del parque.

Brunilda asintió y puso sus manos a la cintura.—Y claro que, la mejor idea, fue traerla acá. 

—No quería causar problemas. Mejor me voy.

—Espera, espera.—la detuvo la mujer.—No me mal entiendas, solamente que... No me esperaba esos gestos de Aaron, es todo, ¿cómo te llamas?

—Amelie, Amelie Vogel.—le da su nombre en un bajo y la cabeza abajo. 

—Que lindo nombre.—la tomo del brazo.—Estas helada ¡Greta!—llamo a una de sus hijas.—Ve por mantas, ¡Maggie traele una taza de café caliente!

La hizo pasar a la sala de estar y la sento en un sillón para esperar.

—Quedate aquí. Iré a arreglar la habitación.

—¿Me dejará quedarme?

La mujer le acaricio el cabello.—Afuera esta helando, no sería correcto dejarte. Por cierto, me llamo Brunilda Lenz. 

La casa de los Lenz tenía una fachada vieja, y desgastada. Por dentro era muy colorida con colores pastel y suaves, el ambiente era bueno, se sentía la amabilidad y la empatía. Brunilda era una mujer corpulenta, gustaba de molotes en su cabello y de vestidos por debajo de la rodilla. Walter Lenz, su marido presumía de un rostro palido y cuadrado, cabello corto y un rosado en sus mejillas. Aaron era el tipico joven aleman, alto y delgado, trabajado en su cuerpo, de patillas rasuradas, y un anillo en forma de mascara en su dedo índice de la mano derecha.

—No le veo buena cara a esa Amelie.—chismorreaban las hermanas en su alcoba mientras destendian sus camas para dormir.

—Bueno... lo conoces Greta. Conoces a Aarón, si tiene hoyo y falda para luego es tarde.

Bufo y soltarón una carcajada que se vio interrumpida por su madre que entro sin tocar.

—Muy divertida la platica, ¿verdad?—saltó con el ceño fruncido.

—Ay mamá, no me digas que la dejaste quedarse asi sin más.

—Es una persona, Greta, merece vivir.

—Pues si mamá—balbuseaba—, pero más tarde puede que lleguen una bola de pordioseros, se sienten en la sala y coman nuestra mantequilla.

—Pues que sean bienvenidos. Tal vez y en una de esas encuentren esposo.—dijo, tomo una de las sabanas del ropero y salió de la alcoba. Camino por el pasillo y se la dejo a Amelie.

—Tus hijas tienen razón, Brunilda.—dijo su esposo sentado en la cama arropado hasta la cintura.

—No empiezes, Walter. Es solo una joven sola y abrumada...

—Ni si quiera sabes de dónde viene, ¿o si?

—¿Y que te da miedo?. Que nos robe... no seas paranoíco.

—Cierra con llave al cuarto.

Alemania seguía haciendo de las suyas en Polonia, y Amelie seguía sin poder dormir por la culpa que la atormentaba. A la mañana siguiente Greta cortaba los vegetales mientras miraba a los jovenes bromear al otro lado de la calle con sus bicicletas oxidadas y el humo se cigarrillo formando una nube densa de olor junto a ellos.

—¿Que ves?—interrumpió Amelie que venía de recién despertarse. 

—Nada que te importe.—respondío. Vacío las verduras picadas en una olla y se dió vuelta. 

Greta de apenas 16 años era muy distinta a Maggie de 20, Greta gustaba de usar trenzas largas hasta bajo los hombros, vestidos o faldas floreadas, un reloj de oro pequeño en su muñeca izquierda y un peculiar lunar en su pómulo igual que el que figuraba en el de Brunilda; su madre.

Amelie camino a dónde Greta estaba y entendio que tanto veía a la ventana. Le llamo especial atención el que estaba enmedio, un joven de altura promedio con perlas por dientes encerradas por dos labios gruesos, una piel morena clara de cabello castallo, con dos ojos color ambar; llevaba puesto un pantalón gala gris con una camisa celeste arremangada.

Amelie ladeo la cabeza después de analizar todo lo anterior.—El de enmedio es lindo. Lucen patanes.

—¿Y tú que sabes, eh?—insistío imponente dandose vuelta, ambas viendose a lo ojos—¿crees que lo sabes todo, eres una sabionda?, que no se te olvide que lugar ocupas aquí. Y Jaret, no es un patán.

23 de Agosto de 1941.

El sol todavía no iluminaba con sus cálidos rayos la ciudad, y la frialdad del gueto era más abundante a esas horas de la mañana. Caleb nuevamente pasó insomio y merodeaba por toda la cosa, rallando naranja para el pan, o escogiendo las uvas podridas del racimo sano. Pasando por la habitación de la pequeña familia Hetman, escucho un suave sollozo, pego su oreja a la puerta y se metió una uva a la boca. Luego atinó de quien era ese chillido y decidió entrar.

Nina Hetman abrazaba un retrato enmarcado de su padre. 

—Buenos días.—saludó Caleb cerrando la puerta despacio.

Nina se seco las lagrimas y miró a su madre dormida en la cama del fondo.—Se acaba de dormir. Yo ni siquiera intento. 

—Tampoco puedo.—respondió y se sento en su cama junto a ella manteniendo distancia.

—Lo sé, te escuche. 

—Jaja, lo siento. 

Nina volteo a ver el retrato de aquel hombre a blanco y negro, lampiño, con un juego de ojos grandes y brillantes.—Su nombre era Fabian. Siempre fue un buen padre; un buen esposo, y en sus últimos días, trato de ser un buen hijo. 




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