30 de agosto de 1922
La luna se elevó en el cielo, y su resplandor fue lo último que la joven estudiante de enfermería contempló hasta quedarse dormida en su cama, aprovechando esa hora extra de sueño que en pocas ocasiones disfrutaba.
—¡Esther, Esther! ¡¡Esther!!
Gritaba la aguitada madre, abriendo la puerta de la recamara de la joven y encendiendo las luces con mucha prisa. Cómo si la casa se incendiara.
—¡Esther, levántate!—. La madre llegó hasta dónde ella dormía y le sacó las sabanas de encima. La tomo de los brazos y la aguito con fuerza.
Entonces Esther Skowron despertó molesta y poco a poco abrió los ojos, aclaro la vista por el golpe de luz de las lámparas y descifró el rostro de su madre frente al suyo.
—¿M-mamá, que sucede?—. Preguntó adormilada.
—¡Lo hiciste!—. Alegó en voz alta.—¡Otra vez te vieron con Kurt Pfeffeberg, Esther! ¡Otta vez!
Aunque su corazón estallaba de alegria por recordar ese breve encuentro, tenía que ocultar su felicidad.
Arrugo el gesto y abrió sus labios.—¡Déjame en paz!
Esther volvió a tirarse a la cama y nuevamente su madre la levantó con brusquedad.—Fue Vera Pfeffeberg quién los vió esta vez. Si... Ella misma en persona, con sus propios ojos... Los vió. ¡Lo estropearas todo!
—¡Si la Sra. Pfeffeberg tiene un problema, porque no viene ella y me enfrenta en persona!
—Precisamente para eso está aquí.
El rostro de Esther cambio por completo. Abrió más sus ojos y quedo estupefacta.
Salieron ambas de la recámara. Esther era delgada, colgaban de su cabeza dos coletas castañas trenzadas. Su rostro estaba limpio y usaba lentes redondos, ya que, por una extraña razón, su vista no era la mejor en la noche. Su madre, estaba a la misma altura que ella, Jolanta Skowron había enflacado, padecía anemia y comía muy poco. Sus ojos eran curiosos, veían en diferentes direcciones; su ojo derecho funcionaba con normalidad pero el izquierdo siempre se escondía en el extremo izquierdo.
Vera Pfeffeberg bebía té en una de las tazas más finas que había en la alacena de la cocina Skowron. Sentada en uno de los sillones, cruzada de piernas, usando un abrigo negro y joyería de oro y perlas blancas por su cuello y muñecas.
—Esther.—nombro a la joven al verla—. Buenas noches.
—Buenas noches, Sra. Pfeffeberg.
Vera Pfeffeberg era de esas mujeres que exponían su superficialidad de manera en que su amargura y soledad no se vieran reflejadas. Aquella noche, vestía de un saco negro muy elegante, zapatos altos y un maquillaje discreto pero igual de precioso.
—Me siento traicionada, Esther. Humillada y subestimada.
—Permítame explicarle...
—Kurt ya me contó.—interrumpió—. No necesito tu versión. La de ninguno de hecho. Yo misma los ví. Y yo no desconfío de mi buen juicio. ¿Olvidaste el trato, Esther?—preguntó enrudeciendo su tono de voz.
Esther paso saliva y negó.—No.
—Aléjate de mi hijo y tu vida prosperará. Pagó tu carrera, la carrera que tu decidiste. ¡Haz lo que te compete! ¡Cumple con tu parte del trato!
—¿¡Él lo sabe!? ¿¡Kurt lo sabe!?
—¿Cómo te atreves?—preguntó indignada por la manera en que Skowron se dirigió a ella.— No responderé. Eres una mujer inteligente, Esther, no creó que sea necesario que te repita las clausulas. No creo que sea necesario que tomé acciones más... Directas.
—¿De eso se va a tratar, Sra. Pfeffeberg? Ahora me va a chantajear con esto. ¡Pues quédese con su maldito dinero! ¡Me quitó su zapato caro de la espalda y déjeme en paz!
—¡¡Esther!! ¡Ten más consideración!—alzo la voz su madre tomándola de los brazos.
Pfeffeberg guardo su postura firme.—Mira a tu alrededor, Esther. Tu padre enfermo, tu madre desempleada, tu hermano sin aspiraciones. Tu eres la única que puede sobresalir. La salvación de tu hogar. No lo estropees con algo tan tonto cómo una... Cómo un hombre. Solo un hombre. Hay miles de ellos allá afuera y creen que el mundo es suyo. Ambiciosos, y corruptos.
—¿Su hijo también?
—No importa que tanto me esfuerze. Algún día cuándo yo no esté, esta sociedad lo va a corromper. Pero yo sigo respirando, y hasta que eso cambie, sus interés me conciernan. Y tú... Tú no eres para él.
Aquellas palabras, por más suave y lento que Vera Pfeffeberg las pronunciará, ardían en el espíritu de la pobre joven. Su corazón se estrujó y asintió.
—Bien.—susurró Esther conteniendo las lágrimas en sus ojos.—Cómo quiera.
—Si, será cómo yo quiera. Espero que te hayas despedido bien de Kurt.—se inclinó un poco y tomo su bolso de terciopelo negro con correa de cuero.—Espero que él también lo haya hecho.
Esther ya no tenía palabras. Solo mordía sus labios y encajaba sus uñas de las manos en sus palmas.
—Creo que ya te vas, Vera. —dijo la Sra. Skowron al ver a su hija temblando y alterada.
—Si seguro.—respondió.—Gracias por recibirme, Jolanta. Buenas noches.
Vera abrió la puerta para marcharse y justo en ese momento, el resto de la familia llegaba de un día de trabajo que duró más de lo normal.
—¿Vera?— dijo confundido el Sr. Skowron sacandose su sombrero de la cabeza.
—Abe.— saludó Vera. Y luego dirigió su mirada al joven junto a Abelard Skowron.— Abraham.
Abraham Skowron no tenía cómo negar que Abelard era su padre; eran idénticos. Ambos con gestos similares, cómo si siempre estuvieran alerta, miradas desconfiadas, una voz cautelosa y movimientos forzados y lentos. El Sr. Skowron era feo, barbudo, se afeitaba mínimo una vez al mes, usaba bastón pues su problema de huesos empeoraba. En meses, Abelard Skowron perdería la capacidad de caminar.
—¿Que haces por acá, Vera? ¿Sucedió algo?
—Un malentendido, Abe, es todo. ¿Cómo estás? Te ves más...
—¿Destruido, no es así? Si... Las piernas me estan fallando. Ya no puedo estar tanto tiempo de pie.
—Entonces no te hago perder más tu tiempo y energías. Me retiró.
—Esta bien, Vera. Cuídate.