—Hola —esbocé una sonrisa encogiendo los hombros para fingir que no había nada que contar cuando Mathew preguntó cómo iba todo—. Voy a darme una ducha.
—Okey. Calentaré la cena.
Era habitual que llegara y pasara a la ducha. Ambos lo hacíamos, por si acaso. Pero en aquél momento lo único que necesitaba era enfriar mi cerebro, así que me di mucha más prisa para hacerlo y desaparecer antes de que surgiera alguna otra pregunta que me hiciera romper en llanto.
Después de la junta con el señor Hudson, el doctor Locke me había apartado en su consultorio para pedirme que cuidara mi lengua, que no hacía falta que hablara cada que se presentara un silencio y menos desde mi lugar, que solo estaba ahí para terminar con mi formación y adquirir experiencia de los que me rodeaban. Eso me daba a entender que era una especie de computadora a la que se carga con datos y se la manda de una patada a otro sitio. Pero en aquella situación yo no podía permanecer en silencio, mucho menos cuando ninguno de los “expertos” había encontrado algo qué decir, sin embargo no se lo dije. Me había limitado a escucharlo y a asentir hasta que terminó de hablar. Ni siquiera creí que necesitara disculparme, pues no había hecho nada malo.
Tenía sensaciones horribles. Estaba indignada por no encontrar una solución exitosa a aquella enfermedad de porquería, un argumento válido para convencer al padre de Milo de que el tratamiento era lo mejor, aunque sonara a negocio… y aunque su hijo estuviera al borde de la muerte de todas formas. Aquél último pensamiento me estrujó el corazón. ¡Algunos tenemos tanta suerte! —pensé.
Cuando salí de la ducha, Mathew estaba en el sofá enviando algunos textos. Sonrió al verme y por fin me abrazó y me besó. Teníamos la regla de no hacerlo cuando regresábamos del hospital hasta después del baño.
—¿Todo ha ido bien?
—Sí. ¿Cenamos? —esquivé su mirada evitando dar detalles.
La comida estaba servida y aunque sus dotes culinarias hacían ver aquello extremadamente tentador, durante la comida solo me dediqué a revolver el plato mientras escuchaba sus vivencias del día.
—Anna, ¿no te gusta? —escuché de pronto sin entender muy bien lo que decían sus labios. Tomé conciencia de que era una pregunta solo por el tono en el que la hizo.
—¿Qué?
—La comida —seguí sus ojos hasta mi plato que aún estaba lleno—. La has revuelto hasta el hartazgo pero no has probado ni un bocado. ¿Está todo en orden?
—No tengo mucho apetito.
—¿Ha sucedido algo?
—No, es que…
—Mi padre llamó. Sé lo que pasó, Anna.
—¿Llamó para quejarse?
Al fin y al cabo si yo estaba en ese sitio no era por piedad de la vida, sino por causa de Mathew, que había rogado a su padre un espacio para que terminara la carrera sin tener que viajar trescientos kilómetros cada semana, perderme siete días y volver con cara de muerta a recuperar en día y medio el tiempo perdido. Además era obvio que no resistiría la rutina sin un alma fuerte que todos los días me torturara con discursos de la talla de “es algo normal, vas a ver mil casos como este”, y aunque Mat estaba dispuesto a acompañarme su trabajo no se lo permitía.
—No. Pero dijo que te enviara con una cinta en la boca mañana —bromeó.
—Lo siento, Mat. Creo que voy a acostarme.
Besé sus labios despidiéndome y subí a la habitación para desaparecer del universo cuanto antes. Hablar con Mathew no solucionaría nada y de todas formas ya sabía lo que me iba a decir: “no puedes involucrarte con los pacientes porque eso no es parte de tu trabajo y tampoco puedes obligar a ese hombre a hacer lo que se supone que es lo correcto”. Y tenía razón, pero por razones que solo yo conocía me permitía involucrarme en el asunto y estaba segura de que no sería fácil desistir.
En la mañana, antes de salir a trabajar, Mathew intentó sonsacarme algunas palabras. Por momentos tuve la necesidad de gritarle que me indignaba que la vida se empeñara tanto en destruir a una criatura, pero me contuve y admití que eran situaciones a las que tenía que habituarme aunque me costara y me tocara de lleno en la llaga más profunda del corazón.
Terminé el desayuno lo más rápido que pude y salí para evitar más momentos incómodos de vulnerabilidad y nudos en la garganta. Ya era otro día.
Cuando llegué al hospital vi al pequeño Milo sentado en la recepción.
—Milo —saludé desde lejos. En seguida se asomó su padre, quizá para ahuyentarme con su presencia, quizá no—. Señor Hudson —dije a modo de saludo.
—Residente —respondió.
—Anna —corregí.
—Residente Anna.
—¿Qué hacen por aquí?
—Tenemos que retirar las últimas pruebas de Milo.
—Y luego…
—Y luego nos iremos a casa.