El fin de semana había compensado todo el estrés con el que cargaba desde la aparición de Milo y el Señor Hudson. Encontrarlos había reavivado una lucha que traía de antemano con el pasado. No entendía cómo, pero aquella minúscula porción de universo lograba encasillarme de una forma sobrehumana. Durante el viaje a las cabañas había intentado superar de cierta forma ese problema, quizá porque Mathew me obligaba a mantener los pies sobre la tierra y porque realmente disfrutaba ese tipo de salidas con él. Porque más allá de todo lo que ocurriese alrededor, éramos él y yo perdidos en los latidos de un par de corazones enamorados y era más que suficiente para abstraerme, para limitar mi existencia a la suya. Porque, por mucho que lo detestara, tenía razón cuando decía que no podía involucrarme en la vida de los pacientes. Y porque al final, los Hudson solo eran un par más de desconocidos con los que me había tocado tratar. Sin embargo, el lunes, cuando me tocó visitar el internado del sector I, ver a ese par fue suficiente para borrar cualquier rastro de superación.
Miré al niño. Sus labios se fundían en la palidez de su rostro y supe en seguida que las cosas no iban bien. No habían ido bien desde mucho antes y quizá por eso Mathew se había tomado la libertad de privarme de mi trabajo y quizá por eso su padre tampoco había puesto objeción. Ahora que lo pensaba, seguro una forma de lidiar con mi boconería era mantenerme alejada.
—¿Señor Hudson?
Sus ojos rebotaron en los míos y volvieron al piso. Carraspeó para aclarar su garganta y aunque trató de decir algo, no le fue posible. Me acerqué junto a él y reposé mi mano sobre su hombro. A mí tampoco me fue posible articular palabras, mucho menos cuando recordé lo que había dicho un par de días atrás en la cafetería, mientras charlábamos:
“Voy a odiarme para el resto de mi vida si lo veo sufrir como a su madre. Yo llegué a odiar a mi propio hijo”. —La muerte de la madre de Milo había golpeado tan fuerte a su corazón que había sido capaz de odiar al ser más inocente de su vida. Y lo entendía, pues el embarazo de Milo había despertado la enfermedad en aquella mujer, para él, el único culpable era su propio hijo. La vida, sin serle suficiente cosa semejante, un año después le concedió el mismo destino para su hijo. Era terrible.
—Dijo usted que era la última oportunidad que tenía para hacer algo por mi hijo —comentó después de unos minutos—. Aquí estoy.
Y supe cuánto le dolía verse allí al lado del pequeño, peleando ambos contra el mundo, cuánto se odiaba a sí mismo por causarle tanto sufrimiento intentando prolongarle la existencia para su propia satisfacción.
El dolor nos lleva a extremos abismales y Hudson, Jove Hudson, ese hombre que parecía de hierro, el mismo al que se le dibujaban las venas con tanta vida, se veía cayendo al abismo perdido en sus miserias.
—Si en un par de años lo ve correr a su lado, montando un barrilete, será un alivio haber tomado esta decisión —respondí esbozando una sonrisa.
Si yo hubiera sido aquél hombre me encontraría en el mismo sitio, apuntada de un lado y del otro, porque la muerte era un hecho. Porque aunque nadie lo dijera, las medicinas, a menos que sucediera un milagro, solo prolongarían su existencia un poco más, le concederían el beneficio del intento, por ponerle un nombre a aquello.
Miré a Milo una vez más y el mundo se me vino encima, porque sus ojos guardaban bajo sus párpados el mismo brillo de inocencia que aquellos que me habían arrebatado a mí un tiempo atrás.
Tragué. Tragué con odio y con dolor y quise hacer un último esfuerzo para no llorar y sonreír sin que se me escapara desbordada la tristeza, pero perdí en el intento y una lágrima rebotó en las manos del señor Hudson.
—Lo siento —me excusé. Sus ojos se clavaron en los míos y no entiendo todavía muy bien qué sucedió, pero creo que en esa mirada se vio liberado el reflejo de dos almas rotas. Por primera vez alguien había entendido lo que realmente guardábamos detrás de tanta insolencia, él por desconfiado y yo por lo contrario—. Le prometo que todo irá bien —concluí.
También le había prometido estar por si decidía volver y apostar a la última posibilidad y no había podido cumplirle ni a él ni al pequeño Milo. No estaba segura de cómo resultaría todo, quería convencerme a toda costa de que esa pequeña existencia llegaría tan lejos como estábamos deseando su padre y yo, pero en simultáneo, yo mejor que nadie, era consciente de las probabilidades que tenía a favor y eso me destruía y rompía de ante mano cualquier promesa. Seguía y seguiría en deuda con ese pedazo de pasado que me litigaba.
—Hola —escuchamos desde la cama un poco más allá.
Los ojos de Milo se abrían lentamente acompañados de un esbozo de sonrisa. ¿quién pudiera sonreír siendo solo escombros? cruel, suena demasiado cruel, pero su cuerpo, todo su cuerpo, estaba hecho de restos, de los restos que iba dejando el cáncer a su paso.