Sam sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo e indignada se giró hacia la puerta.
—¿Cómo ha entrado? —preguntó ella.
—Con mi llave.
—¿Su llave?
Leonardo esbozó la misma sonrisa retorcida que la noche anterior.
—Esta villa es mía.
—Está loco —le contestó ella, clavando los dedos en el sofá, mirando a Eduardo
— Los dos estáis locos. No podéis jugaros vuestros hogares, a vuestras esposas y a vuestras familias.
Pero los ojos de Eduardo estaban cerrados, tenía la copa vacía sobre su pecho y Bella se giró violentamente hacia Belluci.
—No puede quedarse la esposa de otro hombre.
—Se puede si alguien se la apuesta.
—¿Cuánto dinero le debe exactamente?
Aquel hombre era diez centímetros más alto que Eduardo, pero mucho más corpulento. Tenía hombros muy anchos y era musculoso.
—Ahora ya no me debe nada, baronesa Von Tess. Su marido ha pagado su deuda.
Ella ignoró el dolor que sentía en el pecho. Eduardo había pagado sus deudas con ella. Sabía que su marido no la amaba, pero usarla como moneda de cambio le pareció infame.
—Yo no estoy en venta, señor Belluci. Esto es un error...
—No hay ningún error —la interrumpió él suavemente
—Nuestros abogados se han reunido y hemos firmado los papeles. Le he perdonado su deuda. Así que tendrá que marcharse conmigo.
—¿Marcharme con usted? — repitió.
—Sí. Puede que esté casada con Eduardo, pero ya no es su mujer. Ahora me pertenece a mí.
Ella lo miró en silencio, llena de miedo. Él parecía relajado y totalmente en control de la situación, así que intentó demostrar la misma calma.
—Señor Belluci, si me dice lo que le debemos, podríamos llegar a un acuerdo.
—¿Eso cree?
Ella no era ingenua. Tenía veintiocho años y había trabajado de cuidadora durante más de diez. Sabía cómo eran los hombres. Tal vez hubiera algunos buenos, pero la mayoría eran egoístas y ninguno era santo.
—¿Qué le debemos? —preguntó con frialdad.
—No es una cuestión de dinero, baronesa.
—Siempre es una cuestión de dinero, señor Belluci.
Los ojos de él se transformaron y le lanzó una mirada cálida.
—¿No cree que podría ser por amor? Ella intentó reírse, pero no pudo.
—Pero ni siquiera me conoce, señor Belluci.
—Me gusta lo que veo.
—¿Mi pelo? ¿Mis ojos? —espetó ella con desdén.
—Eso no es amor. Eso es...
Pero su voz se cortó cuando sus ojos se cruzaron con los de él y vio algo tan intenso y explosivo, que aquella sensación de miedo se volvió casi mortífera.
—¿Qué, baronesa?
Sintió debilidad en las piernas, como si estuviese nadando en un agua gélida y densa. La cabeza le daba vueltas y por poco se desmayó...
—Indecente —replicó ella.
—Tal vez lo sea —contestó él, mirando su reloj
—Son las nueve. Enviaré un coche para que la recoja a las cuatro. Eso le dará tiempo para hacer la maleta y despedirse.
No pudo evitar mirar en otra dirección. Estaba aturdida. No tenía nada que guardar en una maleta, pero lo que más temía era decir adiós. Amaba locamente a la niña. La amaba como si fuera su hija.
—¿De verdad piensa seguir adelante con esto?
—Baronesa, su marido me debe más de diez millones de libras esterlinas.¿Qué quiere que haga?
—¿Perdonárselas? —preguntó ella con esperanza.
Leonardo hizo un gesto de impaciencia y sin embargo no pudo evitar sonreír por aquella gracia totalmente fuera de lugar.
—No sabe quién soy, ¿verdad?
—¿Debería?
Intentó hacer memoria, buscaba una clave de su identidad, pero su nombre seguía sin significar nada para ella.
—No. Lo único que necesita saber es que soy un mal perdedor. Odio perder y por eso no pierdo nunca.
El hombre se giró y se dirigió hacia la puerta. Durante un instante Bella se quedó paralizada.
Pero ante la posibilidad de tener que dejar a Gabby, de tener que despedirse de ella, tomó su abrigo y salió corriendo detrás de Carlo justo cuando éste se disponía a subirse a su coche deportivo rojo.
—No puede hacernos esto. Tengo que pensar en Gabby... —Ella no es su hija.
Bella miró y meneó la cabeza. Gabby era su hija, por lo menos en su corazón.
—Jamás la abandonaré.
—Baronesa, me esperan en el Hotel de París dentro de diez minutos...
—Entonces concédame diez minutos.
Sam se puso el abrigo.
—Lléveme con usted y hable conmigo por el camino.
—Luego no podré traerla.
—No me importa.
—Está bien.
Ella se subió en el asiento del copiloto y cerró la puerta.
—Volveré andando. No me importa andar. Pero tenemos que hablar de Gabriela. Es importante.
Leonardo le lanzó una mirada dura antes de arrancar el coche y se alejaron de la casa.
—Hable. Tiene diez minutos.
Bella colocó las manos encima de sus muslos. Le temblaban las manos y su corazón latía incontroladamente. Tuvo que respirar profundamente para calmar los nervios. Dio gracias a Dios de que Gabby todavía estuviera en el colegio el resto de la mañana. Pensó que podría resolver aquella pesadilla antes de que la niña
regresara a su casa a las tres.
Pero antes de que pudiera tener la oportunidad de hablar sobre Gabby, el teléfono móvil de Leonardo sonó y, después de comprobar el número, lo descolgó. Fue una llamada larga y todavía estaba hablando cuando llegaron a la entrada del Hotel
de París. Los turistas que se bajaban de los autobuses habían ocupado la plaza y hacían fotos del histórico Café Divan.
Mónaco siempre estaba lleno de turistas deseosos de visitar la casa del Príncipe Rainiero y su difunta esposa, la actriz de Hollywood, Grace Kelly.
Lo que ella quería y necesitaba era captar la atención de Leonardo.
Cuando los mozos del hotel se acercaron al coche para atender a su dueño, Bella combatía las ganas de echarse a llorar. Aquel hombre no le había dado tiempo de explicarse.
Se sentía furiosa e indignada. ¿Qué clase de hombre sería capaz de separar a una mujer de su familia? ¿Qué clase de hombre sería capaz de aceptar a una mujer como premio?
Se dijo a sí misma que no debía perder el control. En lugar de perder los nervios, decidió concentrarse en la arquitectura de aquel lugar. El Hotel de París y el casino fueron construidos en el siglo XIX en una plaza con vistas al mar.
De repente, Leonardo dejó de hablar y guardó su teléfono.
—Lo siento, pero...
—¡No! ¡No! —dijo ella, nerviosa—. No pienso marcharme.
—Baronesa.