Jugando al detective

El hurto (IV)

Era la noche del sábado y Santi estaba cada vez más convencido de que don Emerildo López le había revelado un detalle importante. La sensación de que tenía frente a sí la respuesta sobre el hurto de la consola era a ratos agobiante. Sin embargo, no conseguía aprehender nada.

La sensación lo había asaltado rato después de dejar la casa del octogenario.

Tras despedirse del anciano había ido a casa de Daniel y le había referido su charla con el vecino. Ninguno hizo mención del episodio de esa mañana.

—Si ni él, que se pasa toda la noche despierto, vio nada, está claro que nadie más lo hizo. Supongo que tendré que resignarme.

Santi apenas prestó atención a su amigo, pues en esos momentos se asomó a la sala la hermana menor de este. Le decían Bella, y pocas veces la aféresis en un nombre había estado tan acertada. Pese al episodio de esa mañana, le dedicó una sonrisa nerviosa. Esa tarde estaba especialmente bella.

—¿Vas a salir? —preguntó de forma estúpida.

—Sí, voy a dar una vuelta con las compañeras de colegio —respondió con una sonrisa encantadora—. Los veo luego.

Abandonó la casa y Santi experimentó una profunda oleada de desaliento. ¡Qué hermosa era! Y le había llamado raro. No tenía ninguna posibilidad con ella. Sintió celos de pensar con quién pasaría mandándose mensajitos y contándose confidencias en las horas previas a dormirse. De pronto estaba de mal humor, pero procuró que no trasluciera.

—¿Sabes si tiene novio? —preguntó Santi, jugándole al masoquista.

—No que yo sepa.

—Ya. —Procuró no pensar más en Bella. Lo que le atañía en esos momentos no tenía nada que ver con ella.

Cambió de posición en la cama, colocó los brazos detrás de la cabeza y miró al techo.

De pronto cayó en la cuenta de que fue la visión de la muchacha lo que le había hecho pensar en algo que había dicho don Emerildo. Minutos después recordó un dato que tanto el anciano como la joven habían mencionado: ambos habían hecho referencia a la una de la mañana. Sin embargo, los contextos eran diferentes.

Don Emerildo se había referido a la una y minutos como la hora en la que su perro había ladrado. Y Bella había mencionado la una como la hora en la que Daniel solían aun estar jugando en la Play. Un dato no tenía nada que ver con el otro. Sin embargo, no lo abandonaba la sensación de que había algo más que se le escapaba en esos momentos.

Trató de recordar algo más sobre esa tarde. Un detalle que le revelara qué había pasado con la consola de Dani, pero amén de la breve conversación que mantuvo con don Jeremías, el padre de Daniel, no recordaba nada de interés.

En efecto, había hablado con don Jeremías, pero este tampoco sabía qué había sido de la consola. No, no fue él quien la hurtó para que su hijo se concentrara en los estudios. No, no habían robado nada más. No, no llegó a abrir las ventanas de la sala, pero vio que tenían el pasador puesto. No, no estaba preocupado, se asegurarían de cerrar bien los accesos a la casa. Sí, claro que le parecía raro, pero tampoco había que subirse a las nubes de la preocupación.

Por último, venida desde algún escondrijo de su subconsciente, surgió una última pregunta.

—¿Sabe si su hija tiene novio?

—Imposible. Bella es una hija ejemplar. Ayuda a su madre sin rechistar, es buena estudiante, no sale de noche y respeta las horas que se le conceden las tardes de los fines de semana.

—En pocas palabras: es un modelo de hija.

Más tarde caería en la cuenta de que esta última frase, sin pretenderlo, le había surgido salpicada de sarcasmo.

Continuó largo rato mirando al techo. Y al cabo de unos minutos fue consciente de que llevaba ratos sintiendo un leve tufillo a marihuana. El olor era tan leve y tan sutil que solo la inmovilidad en la que se encontraba le permitía captarlo.

Pensó en el retazo rojo de tela y se incorporó sobre los codos, presa de un pensamiento tan súbito como acertado.

Había visto hacía algunos días a un chico de playera roja entre el círculo de muchachos que se reunían en la esquina a fumar hierba. Si bien no recordaba su rostro ni si la camisa era de la misma tela y del mismo tono de rojo que el retazo que en esos momentos estaba sobre la mesa de la computadora.

Se levantó, prendió la luz, tomó el trozo de tela y se lo acercó a la nariz. El olor era débil, apenas perceptible, pero allí estaba, no había duda.

«Así que el ladrón es un fumador de hierba —se dijo—. Y si un fumador de hierba roba algo, es para venderlo y comprar más hierba».

Ya sabía a dónde iría mañana.

Miró la hora en su celular y no le sorprendió que fuera la 1:03 de la madrugada. Cuando había algo que lo inquietaba le era muy difícil conciliar el sueño. Y ese asunto del hurto de la consola de su amigo lo inquietaba como el que más.

Que se llevaran la consola le parecía un asunto grave de por sí. Sin embargo, lo que de verdad le inquietaba era lo raro del hecho de que solo se llevaran, precisamente, la consola. Si se hubieran llevado también la computadora y otras cosas de valor, sería un robo cualquiera, pero…




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