Julieta quiso quedarse

Aubrey

   A Aubrey no le tembló un músculo en ningún momento. Se movía bajo su nuevo anima hider representando a Senta como si siempre lo hubiese hecho. La actitud de la hechicera casi había llegado a sorprender a la legítima más vieja de todos los tiempos. Y eso, cabe aclarar, era mucho decir. Después de vivir por tantísimos años, las sorpresas dejaban de existir. Eso era lo duro de la inmortalidad. Roderica sabía por experiencia que los hechiceros eran fríos, desalmados e ignorantes las más de las veces. Pero nunca había visto la personalidad de Aubrey en ningún otro. Conocía a los padres de la chica, y no le quedaban dudas de que la habían consentido demasiado. Pobres de ellos.

   El hechicero que hacía los controles nocturnos de la convención estaba aterrado. El miedo que expulsaba de su cuerpo era un aroma dulzón que la bruja podía oler a trescientos metros de distancia. No fue nada atravesar la entrada. Ese pobre chico jamás le hubiese negado nada a nadie. Una vez más la estupidez y engreimiento de los hechiceros hacia enardecer a la bruja, que por muy poco se contuvo de incendiarlo todo y acabar de una vez. Le costaba creer que ella hubiese dejado estar tanto tiempo aquel error. Tantos siglos. Pero lo hecho, hecho estaba, y matarlos a todos no solucionaría nada en lo absoluto. Nada.

  Una vez dentro, no le costó nada a la bruja poder adivinar en donde estaba cada cosa, más allá de la información que tanto Aubrey como Amara le habían ido proporcionando. Los hechiceros eran categóricos y aburridos para diseñar escondites o planes.

   Los antiguos brujos que residían allí y los altos mandos de los hechiceros, salieron a su encuentro como era de esperarse. La recibieron con honores como era de esperarse. Y las dejaron descansar en una habitación especial como era de esperarse. Todo perfecto. Solo faltaba que diesen las doce de la noche, la hora de las brujas, para que como era tradición todos fueran a sus respectivos hogares. Aun en situación de peligro mantenían las viejas costumbres.

-Hubieses sido una excelente actriz Aubrey –la bruja se deshizo de su anima hider especial y selló la puerta con un hechizo.

-Era estudiante de actuación en Buenos Aires. –un halo de tristeza empaño sus ojos negros. Era el primer sentimiento que Roderica veía en eso ojos. Aubrey era una fanática –me iba bien. Al menos eso creo yo.

-No sería capaz de ponerlo en duda. Todavía sos adolescente. Son tus primeros años. Senta no lo hubiese hecho tan bien como vos, y creerme que te dobla la edad en siglos.

-Gracias –la hechicera no parecía feliz –estaba mi padre entre los que te recibieron.

  Miró a la bruja de soslayo. Se preguntaba si tendría sentimientos en algún espacio de su esquelético cuerpo. 

-Es un gran hechicero. Uno de los pocos que ha animó a enfrentarme a pesar del miedo –reconoció la bruja –un hombre valiente.

-¿Va a morir? –preguntó y su voz iba teñida de miedo, uno que trató de ocultar.

-¡Creí que eras más despiadada Aubrey! –la bruja rió –¡veo que me equivoqué!

-Creo que el verlo me dió culpa.

-Sin duda –Roderica la observó quitarse la ropa y hacer un hechizo de protección.

-Necesitaría que te concentres en lo que vamos a hacer ahora mi niña.

-Si –dijo y reiteró el hechizo.

La bruja notó sus nervios. Esta sin duda era la empresa más arriesgada que Aubrey había hecho en su vida. Deshizo el hechizo y la ayudó a hacerlo bien.

-No gastes energía necesaria. Siempre que pueda voy a ayudarte –la hechicera sonrió.

   Sonó la campana en medio de la plaza de los juramentos, sector que unía todas las calles y todas las salidas en el centro de la convención. Era la hora de las brujas. Ambas en silencio configuraron sus animas hider y sigilosamente salieron de la habitación que las hospedaba por la ventana, envueltas en una bruma que las volvía invisibles. Así se hicieron llegar a la plaza. Los demás brujos las esperaban, aquellos que las habían recibido. Ni un solo hechicero se veía por ningún lado. Todo había sido como lo planeado.

   Roderica le indicó a Aubrey que se ocultara tras una columna de piedra. A los demás brujos no les agradaría saber de su presencia allí. En cuanto la bruja se acercó a los brujos envueltos en sus capas, se quitaron el gorro que les cubría la cabeza. Lear el más alto de todos ellos les hizo una seña a los demás y uno a uno deshicieron sus animas hider. Una sonrisa genuina, una que hacía años no brotaba de Roderica con espontaneidad se dibujó en su rostro de porcelana. Frente a ella se congregaban de pie sus cuarenta y nueve legítimas.




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