Retrocedió un paso y contuvo el aire, quizás el mayordomo se había equivocado. No podía pensar, pues sus pasos se hicieron más cercanos y calmos, deteniéndose apenas a unos pasos de la puerta. Tenía miedo y su corazón latía desenfrenado, sin ente ser razón, pues ya habían compartido la habitación en otros momentos y en otras circunstancias, pero todo había cambiado apenas unas horas antes cuando frente a Dios y a algunos testigos habían pronunciado aquellos votos que no iban a cumplir. Oyó dos pasos más y sus ojos se desviaron al lustroso piso donde su sombra se proyectaba. Él estaba allí.
Se mantuvo inmóvil hasta que finalmente vio su mano acomodando su cabello, y luego al ir adentrándose en la habitación, su espalda y aquellos baluartes que tenía de piernas, que aún recordaba casi a la perfección.
Parecía no haberla visto, ni tampoco haberse percatado de su presencia, pues lo vio caminar hacia la mesa junto al telescopio y acariciarlo con cuidado, acercar su ojo y le pareció que sonrió. Dana apretó el ceño al contemplarlo, pasaba su dedo por sus cosas como si las admirara y lo vio levantar alguno de los libros que tenía apilados, tomar sus anotaciones y volver a sonreír al verlas. Sólo allí se percató que él estaba disfrutando aquel tiempo entre lo que siempre había sido suyo, de su lugar y de aquel sentimiento de pertenencia que había en aquel santuario.
Dana deslizó su mano por el costado de la mesa sin prestar demasiada atención, rozó la figura de uno de las caballos y esta cayó sobre la superficie haciendo el ruido suficiente para que él se volteara casi de inmediato. Su mirada era indescifrable, recuperó su postura, mirándola con atención y hasta pensativo.
—Su excelencia... yo... es que... —No sabía ni que decir. Desde que él había ingresado había pasado el tiempo suficiente como para que ella hiciera notar su presencia en el lugar, y como no lo había hecho en ningún momento, cualquier explicación que quisiera dar sonaba carente de sustento. —... lo siento. —Terminó al darse cuenta, y casi escurriendo sus pies se dirigió con premura hacia el recibidor, levantando la falda de su vestido.
—Eghspere... —Se detuvo de inmediato y de espaldas a él Apretó sus ojos arrugado su nariz y aguardó lo que seguía. —Esghta es sugh habightaghcion, no tieghbe por qughe disculghparghse... Acérghese porgh faghvor. —Extendió su mano y aunque Dana no se atrevía y hubiera deseado huir de allí lo más rápido que pudiera, su rostro con aquella sonrisa tenue se lo impidió. Se acercó lentamente y con cierto recelo, Gabriel se acercó al ocular del telescopio y movió apenas la rueda que estaba cercana a su mano, finalmente su tenue sonrisa se transformó en una sonora carcajada mientras levantaba el rostro y le indicaba a Dana que colocara su ojo allí. La emoción que la invadía por tener la oportunidad de acercar su rostro a un aparato de esos, le hizo olvidar por completo donde estaba.
Se acercó rápidamente y se asomó allí, ansiosa por saber qué encontraría. La luna la sorprendió, su rugosidad, sus detalles. Podía apreciar perfectamente sus zonas oscuras y claras, sus irregularidades, sus profundidades y sus llanos que tantas veces había imaginado al ver su redonda silueta impuesta en los cielos despejados de las noches en Rotherdham. No pudo evitar sonreír al detenerse en ella, e incluso se atrevió a acercar su mano a la rueda y ajustar un poco mejor el enfoque, algo que hizo sonreír a un hipnotizado Gabriel que sólo miraba el mechón de cabello que caía junto a su mejilla y dejaba entrever la delicadeza de su arete.
— ¡Qué belleza, Milord! ¿Cómo es posible que algo que vemos a diario, que ilumina nuestras noches y que podemos apreciar apenas levantando la mirada, tenga tantos detalles preciosos y no seamos capaces de verlos y admirarlos?
—Esogh me preghunto yo... —Musitó suave y sin quitar sus ojos de su rostro. Dana se irguió y se repitió a sí misma que aquello era un juego, incluso pudo recordar el tono jocoso en que él mismo se lo había confesado a su amigo. Miró el reloj que pendía de la pared y la hora había avanzado.
—Su excelencia, será mejor que me retire a mi habitación, se ha hecho tarde y estoy agotada...
—Ya se logh e dichgho... Estgha es sugh habightación.
—Pero...
—Baghjo ninghun conghepto podghemos deghar qughe Nighel piensghe qughe estgho es ungha farghsa... —Dana apretó el ceño y se iba apurar a responder, pero él continuó. —Nogh podghemos conghfiar en nadghie... —Por razones obvias él confiaba en su fiel mayordomo quien había servido en aquella misma casa a su padre, un hombre serio y de exquisitos modales, fiel a su familia y que acataba sus órdenes a la perfección; pero ella lo ignoraba. —Dana casi desesperada miró alrededor.
—Milord, es que hay una sola cama...
—Clargho qughe sí... No podghía pedghirle a Nighel qughe pusghiera otragh mághs.
—Dios mío... —expresó angustiada y fijó sus ojos en el alto colchón que parecía un sueño para su cuerpo exhausto, pero que sería una tortura.
—Nogh se preoghupe... proghmeto comporghtarme coghmo el caghballergho qughe soy. —Levantó su mano derecha y la izquierda aún la conservaba en su espalda, cuyos dedos, mayor e índice, cruzó rápidamente.
—Es que... No me atrevo... Milord, ¿no podríamos...
—No. —Respondió con firmeza pero aun conservando aquel semblante calmo. —Y lo degh "Milordgh" No... No puedghe llaghmarme así...