—¿Por qué razón ellos están aquí? —preguntó Micael, a la defensiva.
Suspiré, hastiada de la misma pregunta.
—Ya te lo dije, los traje para que todos pudieran hacer las paces. Ya saldaste tu deuda con ellos así que no tienen nada contra ti, ¿verdad, chicos?
Los siete pequeños maleantes del vecindario asintieron, efusivos.
—Sí-sí, señorita Herrero —dijeron al unísono.
Sonreí, complacida. Necesitaba un grupo grande para lo que haríamos. La idea de traerlos a ellos para que dejaran de actuar como unos bravucones vagabundos en las calles me pareció excelente. Sobre todo cuando también se habían escapado de sus colegios para fumar en el parque. Micael y yo no los habíamos encontrado de camino a casa (ya que debía ponerse ropa cómoda) y no dudé en usar mis métodos persuasivos para traerlos con nosotros. Ya lo había dicho antes; lo único que se necesitaba era un puño de hierro.
Yo tenía dos. Más sus identificaciones falsas, amenazas con denuncia policial y presuntos antecedentes penales y contactos con el bajo mundo.
—Se-señorita Herrero. Prometemos que nunca más vamos a escaparnos de la escuela —aseguró el más grande de ellos—. Por favor, sáquenos de este matadero.
—Mi niñera jamás nos traería a un matadero —afirmó Micael. Sonreí. Mi silencio lo hizo vacilar. Tembló, temeroso—. ¿Verdad, Rouse?
Negué, divertida. Micael había pasado de estar gruñón a temblar del susto por ver como el camino hacia nuestro destino se alejaba de la ciudad. El lugar parecía una zona de guerra inhóspita. Giré sobre mis talones y lo encaré, con una sonrisa maliciosa.
—No es un matadero. Es un terreno de paintball.
Abrieron sus ojos, asombrados. Comenzó a ver el sitio menos a la defensiva y caminó a mi lado. Las oficinas quedaban dentro de las instalaciones y era más rápido llegar a ellas en auto. Sin embargo, consideré que Micael necesitaba esa caminata. En todo ese tramo no volvió a decir ni una palabra y tampoco lo hizo cuando llegamos a las instalaciones y nos dieron todo lo necesario para jugar paintball. Un árbitro se encargó de darnos las instrucciones necesarias para desenvolvernos en el terreno.
Me encargué de ayudarlo con su equipo mientras el resto de los chicos se preparaban. Pude ver su disposición para jugar, pero, aún así, no dijo una sola palabra.
—Nunca he jugado esto —comentó repentinamente—, pero se ve…, divertido.
—Imaginé que te gustaría.
—¿No es doloroso que te disparen con esas bolas?
—No con las que tenemos nosotros. Son especiales para niños.
—Ahora prefiero que me duelan —gruñó. Sonreí.
—Honestamente, aunque sabía que no tenían la edad de sus identificaciones falsas, jamás imaginé que fueran tan pañales meados. Ni siquiera pueden cargar el equipo habitual —comenté, burlona.
Todos refunfuñaron. Me carcajeé, sin dejar de burlarme a su costa cada vez que podía.
Sujeté el casco de Micael y lo coloqué con cuidado. Estaba reacio al decir algo con respecto a su escape de la escuela. No quería presionarlo. Preferí que olvidara cualquier cosa que hubiese ocurrido.
¿Por qué estaba siendo condescendiente con Micael?
Porque era mi trabajo, claro estaba.
—¿Está bien ajustado el casco? —inquirí. Micael asintió—. Bien. Alquilé el campo solo para nosotros, así practicaremos algo de tiro antes de jugar realmente.
—De acuerdo —accedió Micael—. Pero espera, ¿no crees que es irresponsable enseñarles disparar a estos... maleantes?
—¿Te refieres a los maleantes con los que frecuentabas? —inquirí, burlona—. Aunque no lo creas, este juego no promueve la violencia sino la estrategia y el trabajo en equipo. Estoy segura de que es lo que ustedes necesitan ahora —declaré. Golpeé levemente su casco—. ¡A jugar!
Me puse de pie y me aseguré de que todo mi equipo se encontrara en orden. Hablé con el árbitro y este nos guió al campo de práctica de tiro. Nos conocíamos desde hace mucho así que nos dio uno de los mejores campos. Al principio, la actitud huraña de Micael me hizo dudar de mi decisión de llevarlo a aquel sitio, pero al ver su repentina emoción, me sentí aliviada. Gruñó y resopló por no poder dar en el blanco, pero con algunas indicaciones fue agarrando el hilo de la cuestión y sintiéndose mejor.Las cosas parecían marchar bien.
Ocho hombres entraron al campo de tiro, uno más grande y atemorizante que el otro. No les presté demasiada atención y continué dando instrucciones a los chicos. Uno de ellos se acercó y se detuvo a mi lado, con una sonrisa llena de galantería que casi me robó una carcajada.
—Hola, guapa. ¿Trayendo a los niños a jugar? Mis amigos y yo podemos darles unas clases de tiro si desean.
—No lo deseamos, pero gracias, eres muy amable —dije, seria.
—Vamos. Les enseñaremos muy bien y te ahorraremos el trabajo de niñera hoy.
Me crucé de brazos y lo encaré, estoica. Pude sentir las miradas de los chicos sobre mí.
—Yo les estoy enseñando.
—Sin ofender, pero—
—Mejor no corras el riesgo de ofenderme —lo interrumpí—, vuelve por el lugar donde viniste y deja que yo me encargue, cariño. Es mi trabajo.
—Que amargada. Solo quería ayudarte un poco. No tenías que hacerte la digna. Dios, son cada vez más altaneras...
—Oh no… —murmuraron los chicos al unísono.
—¿La digna, dices? —cuestioné. Deslicé mi dedo índice por debajo de mi nariz y sonreí, incrédula—. Estaba tranquila, intentando enseñarles a mis muchachos, como las personas decentes, y llegaste tú casi babeándome la cara con tu "Hola guapa" y no conforme con eso, me llamas altanera.
—Y un poco histérica.
–¡¿Histérica?! —Michael me tomó de la mano y le sonrió al hombre de casi dos metros, nervioso.
—Disculpe a mi niñera. Está un poco estresada, ya sabe, cuidar niños…, pagar impuestos…, no poder comer cadáveres… La pobre está mal, mal.
—No. Soy. Tú. Niñera —puntualicé. Miré al sujeto, desafiante—. Pero quizá mi escaso consumo de carne sí esté influyendo en mis ganas de pate—
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Editado: 25.11.2024