¿Qué me pasó por la cabeza al aceptar?
No era bueno disparando. No como Rouse. La última vez que había jugado paintball, ella —que había estado en el equipo contrario— me disparó en el trasero. Cuatro veces.
Al menos me alivió el hecho de estar en su mismo equipo.
—Ya saben lo que tenemos que hacer —declaró ella.
Me aseguré de que mi pistola estuviera cargada y acomodé mi casco. Alcé la mano.
—Yo no sé qué es lo que hay que hacer.
—Micael le dirá. No hay tiempo para explicarle.
—Pero—
—¡Pónganse en posición! —ordenó. Bufé.
Ella no era la jefa, ¡yo era el jefe!
¿Por qué tenía que seguir sus órdenes?
Micael sujetó mi mano y me señaló un punto detrás de unos tablones de madera.
—Vamos allá, papá. Ese es nuestro punto.
Apacigüé mis gritos internos y asentí. No quería que Micael notara la hostilidad que existía entre Rouse y yo. Haría preguntas, indagaría y no descansaría hasta averiguar lo que ocurría.
Si eso pasaba…
—Micael, debemos hablar acerca de lo que hiciste hoy.
—¡El juego empezó, hay que ocultarse! —Suspiré y agaché la cabeza. Estaba evadiendo el tema—. Justo ahora estamos en posición de triángulo. Los vamos a emboscar y aplicaremos el salto de la rana. Es una táctica que—
—La conozco.
—¿De verdad? ¿Ya has jugado esto?
—Fue hace mucho. Esperemos la señal de la señorita Herrero.
—Sí —dijo, asintiendo efusivamente. Estaba emocionado. Me alegraba verlo tan feliz, pero no podía olvidar que se había fugado de la escuela—. Oh, la señorita Herrero está haciendo señas. ¿Qué está tratando de decir?
Me fijé en ella. Se encontraba a unos cinco metros de nosotros, luciendo su traje y portando su arma de pintura como una experta. Aunque no me agradaba, no le quitaba que no se viera atractiva con el traje de paintball.
Rouse señaló hacia el frente, luego a sí misma y después a su espalda baja. El mensaje era claro, pero yo no tenía por qué obedecer al instante. Sonreí, malicioso.
—Creo que quiere decir algo como, ¿espalda hacia adelante? ¿Trasero? ¿Lleven su trasero hacia adelante? —cuestioné, fingiendo estar confundido—. ¡Hemorroides! SEÑORITA HERRERO, ¡¿SUFRE DE LAS HEMORROIDES Y QUIERE DETENER EL JUEGO?!
Micael se carcajeó al escucharme. Iba a reír, pero un disparo directo a mi cabeza me lo impidió.
—¡Lo siento mucho, señor Donovan! ¡Aún no sé cómo funcionan estas pistolas! —maldije internamente al escuchar la falsa disculpa de Rouse.
La carcajada de Micael se volvió más estruendosa. Me incorporé y masajeé mi nuca. Rouse le gritó al árbitro para preguntarle si quedaba eliminado por dispararme y este negó, alegando que éramos del mismo equipo. Volvió a dispararme.
»¡Discúlpeme otra vez!
Reprimí un improperio y le hice un ademán restándole importancia aunque internamente quería gritar que estaba loca.
Volvimos a ponernos en posición. Por razones obvias, ella no gritaría la táctica, por lo que volvió a hacer señas desde el lugar donde se encontraba.
–Aún no entiendo lo que dice —murmuró Micael.
—Dice que, cuando cierre su puño ella se adelantará y nosotros nos quedaremos detrás de ella, agachados para que no podamos ser interceptados y cuidando su parte trasera.
—¿En serio dijo todo eso? ¿Cómo pudiste adivinarlo? —me encogí de hombros.
—Esperemos la señal.
—De acuerdo.
Micael esperó, inquieto. Podía notar su entusiasmo saliendo por cada poro. Cuando Rouse dio la señal, fue el primero en salir corriendo. Tuve que sujetarlo de brazo y ponerlo detrás a mi lado para evitar que saliera lastimado por una bola de pintura o que tropezara con algo. No deje de gritar y disparar como un lunático. Fue innecesario hacerlo, ya que estábamos detrás de la mercenaria de Rouse. Los chicos aplicaron la táctica al pie de la letra y en menos de media hora ya nos habíamos apoderado de la bandera de nuestros contrincantes.
—¡C'était fantastique! —exclamó Micael, eufórico.
Sonreí, complacido. No recordaba la última vez que había compartido con Micael así. Admitía que los últimos meses el trabajo me había consumido. Desde el divorcio y la separación de bienes, recuperarme económicamente fue un trabajo arduo. Después de tanto, había logrado estabilizarme y estábamos más que bien. Quería mantenerme así por el bienestar de Micael y de Lily. Sin embargo, en el proceso me había alejado de Micael y había dejado de disfrutar de momentos así con él.
Me quité el casco y dejé la pistola de pintura a un lado. El que parecía ser el líder del escuadrón rival se acercó a Rouse. Apreté mis labios al ver cómo le sonreía con galantería.
Baboso.
—Lo prometido es deuda. Aquí está el doble —dijo el hombre. Le tendió el dinero.
—Te lo agradezco, Jackson. Fue un gusto apostar con ustedes—declaró Rouse. Contó el dinero y luego lo agitó sobre las cabezas de los chicos—. ¡Ganamos cuatrocientos dólares!
–¡SÍÍÍÍ!
Después de aquella victoria milagrosa, nos dirigimos al estacionamiento de la instalación. Mi camioneta era familiar así que cabrían todos sin problemas. Antes de entrar, Rouse le ordenó que hicieran una fila y repartió las ganancias en nueve partes iguales, incluyéndose a ella. Fui el último al que le tendió el dinero. Me negué a recibirlo.
—Preferiría—
—Usted lo ganó. Puede usarlo de papel higiénico, donarlo a los pobres, para la gasolina, tirarlos…, lo que sea, pero téngalos —sacudió los billetes, esperando que los tomara. Resoplé y los tomé. Asintió, conforme—. Olvidé algo en el casillero, pueden marcharse sin mí si quieren.
—La esperaremos aquí, señorita Herrero —dije, serio. Ella asintió y me dio la espalda para marcharse.
No sé por qué, pero tuve la sensación de que se traía algo entre manos. Las veces en las que experimenté ese presentimiento, siempre terminaba descubriendo algo de ella.
Le pedí a los chicos que subieran a la camioneta e ignoré mi corazonada. Solo por unos cuantos minutos.
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Editado: 25.11.2024