Desde que era pequeña me han considerado una chica rara. Pasaba horas y horas husmeando en el viejo cobertizo de mis abuelos a la caza de posibles depredadoras de ocho patas y algún que otro reptil. Cuando encontraba alguno de estos animales, pasaba mucho tiempo jugando con él, hasta lo llevaba a escondidas a mi casa para convertirlo en mi mascota. ¡Esto ponía de los nervios a mi madre!
Por norma general las arañas se escabullían al cabo de tres o cuatro días y no volvía a verlas más. Con las serpientes era diferente, casi nunca las llevaba a mi casa porque era muy difícil esconderlas. Recuerdo una a la que llamé Creppy; le puse ese nombre porque su mirada te paralizaba de miedo. Un día, mientras yo dormía, se escapó de la jaula donde la tenía guardada y tuve que contárselo a mis padres. Estuvimos más de diez horas buscándola sin éxito. Al final tuvimos que llamar al exterminador. Fue una triste muerte para mi amiga la serpiente.
Amaba sentir miedo, por eso cada noche veía películas de mi tema favorito: lo sobrenatural. Films llenos de vampiros, hombres lobo, arañas gigantes que comían humanos, serpientes que se tragaban a un hombre entero…
Cuando tenía ocho años mis padres me regalaron un precioso gatito por mi cumpleaños, siempre jugaba con él y le daba comida de todo tipo, excepto dulces, claro está; lo malcrié. Un día hice algo horrible. Después de ver una película de vampiros, disfracé a mi gato de una de estas criaturas sobrenaturales, ¡en qué mal día se me ocurrió! Como son criaturas de la noche, esperé a que oscureciera, luego subí a mi dormitorio, abrí la ventana y… ¡Tiré a mi gato esperando que se convirtiera en murciélago y volara!
Obviamente no sobrevivió a la caída. Lloré mucho, aunque era demasiado tarde para las lágrimas. Mi querida mascota estaba muerta por mi culpa y ya no podía hacer nada al respecto. Mis padres pusieron el grito en el cielo, casi les da un ataque. ¡Estuvieron semanas regañándome! Me dijeron que era una irresponsable y que no podía creerme todo lo que salía en la televisión. Me castigaron sin ver películas sobrenaturales durante cuatro meses y jamás me han permitido volver a tener otra mascota, ni siquiera una mosca.
Os preguntaréis por qué he empezado mi historia por estas anécdotas. Lo he hecho por dos razones: la primera será obvia a medida que avance el contenido de este libro; la segunda es que todo lo que vais a leer es real.
No espero que me creáis, ni yo misma lo creería si no lo hubiera vivido en carne propia, pero, a pesar de lo imposible que parezca, todo es real y sucedió tal y como lo cuento.
Lo que pasa en los videojuegos es muy distinto de la vida real. En el juego puedes cometer todos los errores que quieras, siempre tendrás una vida más. No importa lo que hagas porque al final siempre llegas a la meta. Derrotas a los malos, salvas a la princesa y todo acaba genial. En la vida real un gato no se convierte en murciélago y un muerto no vuelve a vivir. Si cruzas la carretera en mitad del tráfico, un coche te puede atropellar. Si te atreves a hacer alguna locura, puedes acabar con un hueso roto.
La vida real es cruel, horrible. No importan los protagonistas ni los héroes. No siempre hay finales felices y no todo acaba como debería. En la vida real las cosas malas suceden. Hoy estás vivo, pero mañana puede que haya personas con ropajes negros y un pañuelo secándose las lágrimas por haberte perdido.
A menudo vence el mal… Solo quería dejar esto bien claro antes de comenzar. Pero vale ya de introducción. ¡Cuando quieras, empezamos!
Si esta historia fuera inventada empezaría en un lugar soleado, donde reina la felicidad, los pájaros cantan y el arcoíris se refleja, dando vida a este planeta llamado Tierra. Pero no es así. Todo empezó con la voz de un profesor gritando mi nombre.
Una cosa más: me llamo Lyna.
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Editado: 20.08.2020