Prólogo

La muerte suele ser retratada como algo lejano e improbable. Una sombra esperando atarse a nosotros para consumirnos de forma paulatina como una enfermedad que se extiende por mentes y corazones. Nadie sabe mucho sobre ella; ni de dónde viene ni a dónde va. Un ente anónimo que nos observa desde algún lugar y desde alguna dirección.

Y, a pesar de todas estas creencias que provocan una tempestad en los ojos de los más temerosos, yo la busco.

Una sensación placentera recorre cada rincón de mi cuerpo cada vez que me cruzo con ella. Es, con exactitud, el mismo sentimiento que te sacude cuando te encuentras con alguien conocido en un vasto espacio.

Mas no es una sensación cálida como se suele creer, como tampoco el infierno es habitado por lenguas de fuego. Frío, una envoltura helada que impide que te muevas. La misma capa gélida que va arrastrando la muerte por todo su paso y que se puede sentir a kilómetros de distancia.

Y, te puedo prometer, que una vez que entras en su mundo plagado de torres de cristal y corazones de hielo; ya no hay vuelta atrás. Porque la muerte no tiene límites. Porque nadie sabe con exactitud cómo se extendieron las infinitas historias por todo lo largo y ancho del mundo. Historias de terror envueltas en un halo de locura fueron susurradas y trasladadas por el viento de un continente a otro.

Sólo los que son capaces de ver y no de mirar podrán diferenciar esas historias cargadas de los más puros y siniestros sentimientos pertenecientes a la persona vividora de dicha experiencia.

Y precisamente ese es el por qué creemos que no vivimos en un mundo plagado de muerte y magia. Porque la más pura de las verdades es que lo extraordinario vaga oculto entre las grietas del suelo, esperando el momento justo para salir.