Mi mano presionó el botón rojo y la llamada terminó. El motor del coche estaba apagado y el polvo que traía el aire de agosto se acumulaba sobre el vehículo.
— Trae — France extendió un pañuelo hacia mí.
Entendí sus intenciones cuando el papel hizo contacto con la herida de mi mejilla.
— Límpiate un poco. Así preguntarán menos.
— No lo creo. Tus piernas están totalmente cubiertas por rasguños. Además, ellos ya están enterados de todo esto.
— ¿Y te creen? —me cuestionó.
El silencio volvió a inundar el vehículo, siendo interrumpido cada pocos minutos por una ráfaga de viento. Yo intenté distraerme de lo ocurrido de cualquier forma pero durante la media hora siguiente no fui capaz de evadirme y France no pareció querer conversar.
El vehículo avanzaba con extrema lentitud por las calles de Ramah. Los habitantes de este pequeño pueblo se mostraron ajenos a todo acontecimiento sobrenatural cercano a sus fronteras. No dejaba de preguntarme cómo es que nadie había descubierto antes al Kelpie, un asesino sin objetivos concretos que sólo deseaba matar gente. Una pesadilla que había decidido dejar el mundo de los sueños.
— El Kelpie asesinó a Janice. —afirmé.
— Sí.
Miré a France de reojo sin apartar la vista de la carretera. No me esperaba una respuesta tan directa.
— ¿Te llevo a tu casa?
— No.
La conversación terminó ahí. No había nada más que decir mientras que el lodo en nuestras ropas se solidificaba y una ligera brisa irrumpía por la ventanilla entreabierta. El sol empezó a disminuir su intensidad como cada tarde y mi estómago me recordó que necesitaba alimento para mantenerse.
No me detuve en la casa de France, tampoco me dirigí a la mía. Simplemente aparqué frente a una caravana. No era un vehículo cualquiera, era el hogar de Bruce y su tía.
El exterior estaba rodeado de macetas, cuencos y tarros de conservas llenos de flores muy variopintas. No parecía en absoluto una caravana puesto que jamás se había hecho uso de su movilidad. Era como una casa en miniatura y tremendamente original. Se encontraba a las afueras de Ramah, en una pequeña parcela de terreno que llevaba tres generaciones en la familia Ross y que por fin se le había dado uso.
Bruce vivía allí con su tía desde los ocho años, cuando sus padres murieron en el océano. Él estaba con ellos.
Su pasado no le había impedido ser una persona positiva con la vida aunque llevaba todos esos años asegurando que una criatura sobrenatural acuática con forma de caballito de mar lo sacó del agua. Ahora me preguntaba qué de cierto tenía esa historia.
***
Los libros fueron devueltos a la estantería. La madre de Syed nos observaba tras el mostrador mientras los cuatro invadíamos cada uno de los rincones de la pequeña tienda.
France era la única que parecía saber lo que estaba haciendo. Fruncía el ceño con reprobación y movía la boca a un lado y a otro cuando no estaba segura sobre un tomo. Aún no había encontrado nada que le interesase.
Los demás dábamos vueltas sin tener un destino específico mientras leíamos los títulos y acariciábamos los lomos de los libros.
— ¿Tienes algo sobre Escocia? —preguntó France.
La expresión de Lena se volvió meditabunda mientras buscaba en el ordenador central.
— No estoy segura —respondió— aún no he terminado de colocar todos los libros y quedan muchos por llegar. Busca en alguna de las cajas porque no me suena haberlo puesto ya en la estantería.
Todos, menos Syed, colaboramos en la búsqueda. Ninguno de nosotros sabíamos dónde nos estábamos metiendo. Es decir, estábamos en una especie de búsqueda fantástica digna de cualquier producción cinematográfica cutre. Porque lo que tenían en común esas escenas y nuestra historia era que en ambas hay un riesgo muy alto de muerte. O, en nuestro caso, de sucumbir a la locura.
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Editado: 08.09.2019