Kushim - Parte 1

Nómada.

Nómada. 
Al ver que seguía vivo, me enajené, la poca cordura que me quedaba se perdió entre los nefastos sentimientos que me embargaban. Sin saber el motivo exacto, comencé a caminar; sin rumbo, sin destino, sin un porqué. 
Las pocas gentes que encontré en el camino me observaban con pavor o con indiferencia, un hombre desnudo, sin un solo pelo, que andaba como alma errante. Yo seguí caminando, ajeno a todo lo que me rodeaba, en tan solo veinticuatro horas ya me había alejado de cuanto aquello que me era reconocible. Y continúe. Así permanecí durante días, caminando, y solo parando, para hacer mis necesidades, o cuando mis cansadas piernas no me permitían proseguir. 
No sabía si iba en línea recta, no sabía si estaba avanzando en círculos, no sabía nada... 
Dejé de comer y de beber, también dejé de asearme. 
Y así proseguí durante semanas... O meses... No puedo estar seguro, el tiempo era ajeno a mí. Mi bello corporal volvió a brotar y creció descontrolado, el sol ennegreció mi piel, la falta de alimento enflaqueció mi anatomía. Al principio pensaba que, si no podía morir hiriéndome, quizá podía hacerlo por desnutrición, pero al parecer tampoco es una opción.  
Padecía dolores, mareos, cansancio, pero ni la falta de agua parecía poder matarme. Tenía los pies llenos de ampollas y rozaduras, la mayoría de huesos se remarcaban bajo mi piel, mi estómago emitía rugidos ensordecedores. A veces me desmayaba y me precipitada sobre el suelo de forma súbita, pero siempre me volvía a despertar. Siempre...  
No sé por cuánto hubiera seguido de esa forma si no fuera por la incursión de un peculiar nómada. 
Tras uno de mis desvanecimientos, al abrir los ojos, le vi. Me pareció un espejismo, sin embargo, ahí estaba. Era un hombre mayor, sobretodo teniendo en cuenta la esperanza de vida de la época. Vestía una túnica improvisada, tenía el pelo canoso y una frondosa barba del mismo color. En su mano izquierda portaba una cesta hecha de papiro trenzado, en la derecha un cayado. 
Al despertarme ya estaba ahí, me miraba desde arriba, y yo hice lo mismo desde mi posición. Su primera intervención fue para preguntarme si podía levantarme. No sé porqué, no le respondí, pero sí me alcé. Aquel nómada se presentó, su nombre era Jahi. Yo seguía en silencio, pero él no dejaba de hablar. Una de las primeras cosas que hizo fue sacar de su cesta un ropaje similar al suyo y entregármelo. Me lo puse, y al hacerlo Jahi me sonrió. Una vez vestido, me hizo un gesto para que lo siguiese. Quizá era por que llevaba mucho tiempo sin contacto humano, o porque no tenía nada que perder, pero le seguí sin cuestionarme a dónde me quería llevar.  
Anduvimos unos cuantos kilómetros bajo el intenso sol. Me costaba mucho seguir su ritmo, a pesar de su edad estaba en un gran estado físico y su resistencia era admirable. 
Cuando llegamos al lugar yo estaba perplejo. Era un pequeño oasis, donde la vegetación brotaba como por arte de magia. Era tan hermoso y singular que parecía una ilusión óptica.  
Jahi se acercó a la orilla y lo seguí. Comentó en voz alta que el agua era perfecta para el consumo; acto seguido se agachó y bebió. Aunque ya había comprobado que no necesitaba beber agua para sustentarme, no iba a desperdiciar la ocasión. Me tumbé sobre el arenoso sueño e introduje toda la cabeza en el agua. Bebí de forma descontrolada, con ambas manos froté el líquido por mi rostro. Nunca antes beber agua y asearme me había causado semejante júbilo. Jahi me observaba en silencio, con una discreta sonrisa en sus labios.  
Una vez ambos habíamos saciado la sed, se sentó muy cerca de mí y de su cesta extrajo carne. No recuerdo que era exactamente, pero era salada y áspera. A pesar del sabor, lo disfruté como si fuera un verdadero manjar. 
Jahi comenzó a contarme muchas cosas, me habló de si mismo y de sus costumbres. Yo estuve en silencio en todo momento, pero aún así Jahi no se desanimó. Me dijo que él siempre estaba en continuo movimiento, que no tenía una residencia fija y que dejaba que la naturaleza le proveyera de cuanto podía necesitar. Me parecía muy curioso su modo de vida. Me ofreció ir con él, me aclaró que podía declinar su propuesta o marcharme cuando quisiera, pero que le agradaría tener compañía en sus viajes. No sé el motivo, quizá fuera porque era la primera persona que se había preocupado por mí durante mi andadura, el caso es que acepté su oferta.  
Los primeros días apenas hablábamos, Jahi era parlanchín, sin embargo, yo todavía no estaba preparado. Con el paso de las primeras semanas congeniamos y empecé a ser más abierto con él.  
Normalmente pasábamos el tiempo trasladándonos de un lugar a otro, en constante desplazamiento, no obstante, algunos días nos deteníamos si el entorno era fructuoso y acampábamos.  
En nuestros viajes pude ver con mis propios ojos lo hábil y sabio que era Jahi. Me enseñó muchas cosas, a pescar, a cazar, a seguir los rastros de los animales, botánica e incluso a ampliar la mente.  
Algunas plantas, en las que yo jamás había reparado, resultaron tener todo tipo de beneficios. Algunas se aplicaban a las quemaduras de sol y aliviaban la quemazón, otras ingeridas mitigaban e incluso calmaban el dolor, otras al consumirlas en infusión producían un extraño bienestar. Jahi me enseño de flores, raíces y frutos. Con él descubrí que había mucho más a mi alrededor de lo que mis limitados ojos podían ver. 
Lo mismo me pasó con la pesca, hasta conocerle a él, solo sabía elaborar alimentos en base a animales mamíferos y carnosos, gracias a él, que me adiestró en el noble arte de la pesca, aprendí a obtener alimento mucho más rápido y con menos costes.  
Jahi tenía un artefacto, algo que jamás había visto antes y que ahora me parece indispensable, una caña de pescar. Era muy rudimentaria, pero efectiva, con paciencia y práctica terminé por dominarla. Pero eso no fue todo. Secamos raíces acuáticas al sol, y cuando eran los suficientemente resistentes las trenzamos. Creamos una red y la utilizamos para pescar en abundancia y de forma más sencilla. Puede que no tuviéramos un hogar, pero también puede que nosotros fuéramos el hogar, independientemente de dónde estuviéramos. 
No todo era perfecto, a veces las inclemencias del tiempo nos azotaban y teníamos que ingeniárnoslas para resguardarnos. 
También, al menos una vez al día, nos sentábamos en el suelo, cualquier lugar era óptimo, cerrábamos los ojos y meditábamos. Nos concentrábamos en los olores, en la brisa, en el aullido del viento y en el sol que calentaba nuestras pieles. Eran instante muy confortantes. Jahi defendía la teoría de que esas pausas eran necesarias para mantener el equilibrio en la mente. 
Algunas veces me preguntaba por mi origen o por mi pasado, aunque yo la gran mayoría de veces no le respondía, ante mi ausencia de palabras no insistía, comprendía que el pasado es a veces una piedra que nos oprime.  
Él si compartía conmigo historias de su pasado. Había vivido gran parte de su niñez en el alto Egipto, nació en la época en la que el faraón Menes de la primera dinastía unió sendos reinos. Sus padres fallecieron por enfermedad cuando Jahi era muy pequeño y él por poco sufrió la misma suerte. Después lo crío el hermano de su padre, pero era malo con él y por eso decidió escapar de casa a temprana edad. No tenía dinero, ni un oficio, asique no tuvo otro remedio que aprender a valerse por si mismo. Me contó que todo lo que sabía lo había aprendido con práctica y error, y que también había tenido un poco de fortuna. Sin duda, puedo decir que Jahi era realmente extraordinario.  
En uno de nuestros viajes llegamos hasta el mar Mediterráneo. Al territorio que en término actuales es conocido como Libia. Era mi primera visita a la costa, desde que nací, hasta que me marché, había vivido en la misma casa, en la misma tierra, y jamás pensé que llegaría a ver con mis propios ojos el mar. Lo hablamos y decidimos quedarnos un tiempo, teniendo en cuenta el buen clima y con todo el alimento que podíamos conseguir de las extensas aguas de Mediterráneo, parecía la mejor idea. 
Algunas noches nos sentábamos en la arena de la playa y mirábamos el cielo estrellado. A veces reflexionábamos, yo me preguntaba que habría más allá del mar y Jahi se cuestionaba que eran todas esas luces y colores que ocupaban la bóveda celeste. Su teoría era que eran las almas de todas las personas que habían muerto en el planeta, pasadas y presentes. Ahora que sé que son realmente, he de decir que prefiero la explicación de Jahi. 
Llevábamos ya varios años juntos de aquí para allá antes de llegar al mar. Yo no le había hablado de mi pasado, ni de la extraña condición que tenía. No tenía intención de hacerlo nunca, no obstante, y para mi sorpresa, el azar actuó en mi contra.  
Un día, al alba, mientras buscábamos unas peculiares plantas que Jahi quería, me pasó algo realmente desafortunado. De manera repentina emergió una serpiente de la arena, no tuve tiempo a reaccionar y me mordió junto al tobillo. Tras la mordedura grité y la pequeña cobra egipcia se escabulló. Jahi observó lo sucedido y entró en pánico. Resulta que ese tipo de cobras, también conocidas como 'Naja haje', son muy venenosas. 
Jahi me dijo que me quedase quieto, que si me movía el veneno se extendería con mayor rapidez. Él estaba frenético tras la incursión de la serpiente, me dijo que permaneciese quieto, que él iría en busca de una hierba, una que untada podía neutralizar la ponzoña del animal. 
Jahi se fue y obedecí sus instrucciones, me senté lentamente en el suelo y aguardé. Jahi no regresaba y cada vez me encontraba peor, tenía el contorno del tobillo hinchado y sentía una enorme abrasión. Poco tiempo después comencé a sudar, a sentir escalofríos y mareos. Mis fuerzas se desvanecían, hasta que finalmente perdí el conocimiento. 
Esta vez no lo había buscado, pero había vuelto a morir, y de nuevo me había despertado como si no hubiese pasado. Al abrir los ojos vi a Jahi, estaba llorando desconsolado. Al hablarle, y él ver que yo seguía vivo, se quedó pasmado. Aún atónito, se acercó a mí y me tocó la cara con ambas manos. No dejaba de repetir que no era posible, que estaba seguro de que había fallecido, que lo había visto y comprobado. Sus lágrimas pasaron rápidamente de la tristeza a la alegría. El alivio que sentía se percibía en su expresión. Jahi me preguntó cómo era posible, cómo podía estar vivo tras la mordedura. En ese momento sabía que no debía mentir, no debía y no quería, por eso le expliqué todo lo que me había sucedido antes de encontrarme con él. 
Me escuchó con atención y noté como su mirada se tornaba mohína y pesarosa. Cuando terminé, Jahi se acercó a mí y me abrazó. No sé exactamente porqué, pero al estar entre sus brazos y tras liberarme de la pesada carga, sentí un enorme consuelo. 
Los siguientes días fueron un poco extraños, Jahi se comportaba como siempre, sin embargo, algo había cambiado en su forma de mirarme. Era como si de pronto me viese como algo más que un ser humano, aunque yo no era diferente, y no soy diferente de cualquier otro. Algunas veces me hacía preguntas peculiares, sobre mi pasado. Creo que quería averiguar si me había sucedido algo para que desarrollase mi singular naturaleza. Así fue como me vinieron algunos instantes de clarividencia. No recordaba haber enfermado nunca, ni haberme herido de gravedad, ni tan si quiera tenía ninguna cicatriz en todo mi cuerpo. Al principio pensé que mi condición había sucedido de forma repentina, pero ahora pensaba que era posible que hubiese sido siempre así, que fuese algo innato. En ese momento solo podía cuestionarme el porqué yo. 
Pasamos muy buenos años, de aquí para allá, cargando solo con lo que nos era indispensable, y así me hubiese gustado continuar, pero la vida tenía otro plan muy distinto.  
Estando cerca de Menfis, Jahi se desmayó. No sabía como actuar, me acerqué veloz hasta él y lo zarandee. Al tocar su frente percibí un intenso calor, sin duda tenía fiebre.  
Apoyé nuestras pertenencias en el suelo y cargué con Jahi. Anduve bastante hasta dar con un lugar indicado. Con cuidado bajé a Jahi y lo tumbé bajo la sombra de un enorme árbol. Una vez lo había acomodado fui en busca de nuestras cosas.  
Al regresar a su lado, Jahi continuaba inconsciente. Preparé un compuesto con algunas de las plantas que tenía, quería que Jahi lo ingiriera al despertar. Pasé varias horas junto a él, sin moverme de su vera. Al final se despertó y sentí un inmenso sosiego. Tenía mala cara y parecía exhausto. Le di el compost y se lo comió. Con el paso de las horas parecía estar mejor, pero ni tan siquiera podía ponerse en pie. Yo aproveché para montar un campamento. Encendí una hoguera y cociné los últimos pescados frescos que teníamos. Jahi apenas cenó.  
Su característico buen humor no estaba presente, eso me hacía sospechar que algo terrible le pasaba. Jahi y yo tuvimos una singular conversación esa noche. Creo que él sabía lo que iba a pasar y quería prepararme. Me habló de mi 'don'. Mencionó que era algo único y especial, y que debía aprovecharlo para hacer el bien. Casi me hizo prometérselo... En ese momento pensaba que solo estaba exagerando por estar enfermo, pero me equivocaba.  
Jahi pasó sus últimas horas platicándome sobre la bondad del ser humano, sobre cuanto bien podía hacer, sobre la enorme responsabilidad que tenía al ser un privilegiado. No me sentía excepcional, pero entendía perfectamente lo que me quería decir. Le dije que descansase y ahorrase energía, que pronto tendríamos que continuar nuestro camino. Si hubiese sabido que eso iba a ser lo último que podría decirle, le hubiera dicho cuanto lo quería y le habría agradecido todo lo que había hecho por mí. Pero así es la vida, a veces no podemos imaginar que algo terminará hasta que termina.  
Jahi me sonrió, respiró profundamente y se acomodó. Cerró los ojos y se durmió. Al poco yo hice lo mismo. Cuando me desperté a la mañana siguiente, Jahi estaba inmóvil, su tez blanquecina y sus labios amoratados. Solo con verle ya lo supe. Jahi me había hablado en algunas ocasiones de que cuando muriese quería devolverle a la naturaleza todo lo que le había otorgado durante su vida. Quería que su cuerpo sirviese de alimento a los animales salvajes, era un pensamiento muy particular, pero decidí respetar sus designios. Le retiré la ropa y lo dejé en reposo. Sabía que él hubiese querido que me quedase las pertenencias, y eso hice. Nada de lo que teníamos tenía un gran valor comercial, pero sí un enorme valor emocional.  
Estuve observándole un largo tiempo en silencio, hasta que al final no pude soportarlo más y decidí marcharme. Al principio fue fácil, pero a cada paso que daba, cuanto más me alejaba, más notaba su ausencia. Cuando estaba lejos, me desmoroné, me senté en el suelo y me quedé quieto. Jahi y yo habíamos pasado un lustro el uno con el otro, siendo compañeros y tratándonos como hermanos. Una vez más, tras su pérdida, volvía a estar solo. 
No tenía donde ir, no sabía donde ir... Puede que por instinto, o por la cercanía, pero decidí ir a mi antigua casa. Está claro que se había quemado y que allí no había nada para mí, no actuaba de forma racional, solo actuaba. Caminé durante todo el día y llegué antes de la noche. Estar en ese entorno me hacía sentir una mezcla entre nostalgia y alborozo. Me venían a la mente cientos de buenos momentos, pero también todo aquello que me había sido arrebatado. Mientras encendía una hoguera, a la luz de la luna llena, divisé un extraño reflejo. Al aproximarme para ver de que se trataba no podía creerlo, era la daga de aquel rufián... La que utilizó con mi esposa... No podía creer que siguiese ahí después de tanto tiempo. No había un motivo, pero la agarré y me la quedé. 
Pasé la noche allí, comí, dormí y me repuse. Por la mañana me sentía mejor, al menos un poco. No tenía nada y aún así sabía lo que tenía que hacer... Tenía que honrar la memoria de mi familia y la de Jahi.
 
 



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En el texto hay: historia, antiguo egipto, antiguedad

Editado: 18.01.2023

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