Aldea.
Después de marcharme de Abydos me dediqué íntegramente a buscarlos. Deseaba con todo mi ser volver a verlos, saber que estaban bien, abrazarles, aunque fuera una última vez.
Recorrí todas las ciudades del Nilo, pasé por todas ellas y pregunté a personas al azar si los habían visto o si sabían algo relevante. Pero nada... Solo algunos rumores de individuos que decían haberlos visto, no obstante, solo eran testimonios equívocos, ambiguos y confusos.
Mi vida se volvió a convertir en la de un nómada mientras intentaba encontrarlos. Y así pasé año tras año, hasta superar la década. Los primeros años no mermó mi tesón, su recuerdo mantenía viva mi esperanza. Me decía a mí mismo que algún poder divino intervendría y que más tarde o más temprano los hallaría, pero con el paso de los años ese sentimiento se desvaneció. Mi pelo y mi barba volvieron a brotar desenfrenadamente, mi anatomía volvió a perder el volumen que había obtenido en los años pretéritos. Con el paso del tiempo los buenos recuerdos se evaporaban y mi angustia aumentaba.
El día que me rendí estaba cobijado bajo la sombra de un enorme y robusto árbol. Pensaba en cómo había comenzado todo, en Yafeu y en el agua que lo atrapada. Entonces fue cuando tuve una revelación. Es posible que sobreviviera a heridas mortales, que las enfermedades no me afectasen y que incluso pudiera sobrevivir a la inanición, sin embargo, había algo con que ningún ser humano podría vivir, el aire. Sin aire en mis pulmones debería morir. Y total, no perdía nada por intentarlo. El lugar en el que estaba me pareció el idóneo, estaba solo y tenía una gruesa y áspera cuerda en mi cesta. Sin titubear, la extraje e hice un nudo en forma de soga, acto seguida la lancé pasándola por una de las ramas mas grandes. Para poder ponerla sobre mi cuello tuve que hacer un gran esfuerzo y escalar el árbol.
Una vez estaba arriba, me cubrí con ella el pescuezo y sin vacilar salté. Pasé varios segundos balanceándome y pataleando, mi deseo era morir, pero mi cuerpo se aferraba a la vida debido al inapelable instinto de supervivencia. Noté mis ojos hincharse y una opresión aplastante, las fibras de la cuerda me quemaban con el roce. Tras poco más de un minuto perdí la consciencia, y sentí un inexplicable consuelo.
A estas alturas es bastante evidente que no me sirvió de nada. Cuando recobré el sentido estaba tirado en el suelo. No sabía si habían pasado horas o días, lo que estaba claro es que la rama había cedido y no había soportado mi peso.
Exclamé y maldije al viento, cuando entonces caí en algo, es posible que esta fuera la forma adecuada, pero hubiese fallado en el método empleado. Era posible que, si moría ahogado en el agua, cambiase el resultado. Entonces recordé un oasis que Jahi me había mostrado siglos antes, era pequeño y no demasiado profundo, pero prácticamente nadie conocía su existencia, estaba apartado y en una zona casi desierta. Con el peculiar entusiasmo que me causaba pensar en el fin de mi existencia, comencé a caminar. Tuve que estar dos días andando sin apenas detenerme, pero finalmente llegué a mi destino.
Utilicé la misma cuerda que había utilizado para colgarme, solo que esta vez la empleé de manera diferente. Busqué por la zona la piedra más grande y pesada y la arrastré hasta la orilla. Al principio pensé en abandonar mis escasas pertenencias, pero tenían demasiado valor sentimental para mí. Imitando a Tarik, las enterré muy cerca del oasis, para que funcionase o no mi planteamiento, no fueran robadas.
Una vez más tuve que realizar un costoso esfuerzo para conseguir mi objetivo. Con la cuerda amarré lo mejor que pude la pesada roca y después la anudé a mis tobillos. Poco a poco, y con la roca cargada en mis manos, me introduje en el agua. Cuando estaba en la parte idónea solté la pesada carga y está me hundió hasta el fondo.
Fue una experiencia horripilante, mucho peor que la que experimenté en el árbol. Fue desagradable y casi indescriptible... El agua se coló por mi nariz y mi boca en los intentos desesperados de mi cuerpo por respirar. Percibí un ardor interno inenarrable, una angustia comparable a muy pocas cosas; por suerte mi agonía no fue prolongada.
Cuando volví a despertar no podía profesarlo...
El oasis prácticamente se había secado... No podía creerlo, me negaba a creerlo. Mi cuerpo consiguió el aire que necesitaba cuando el nivel del agua descendió. Me sentí un verdadero estúpido, estaba convencido de que ese sería mi final, pero aquí estaba, otra vez, vivo.
Lo único diferente en esta ocasión fue mi recuperación, normalmente me recuperaba en horas, sin embargo, esta vez tardé días en sentirme bien. El dolor era muy intenso, y no era localizado, me dolía todo el cuerpo. Pasé horas expulsando agua, con dolor en los pulmones, con sensibilidad en la dermis y con los músculos inutilizados.
Es muy probable que esa fuera una de las peores sensaciones que he padecido. No pude empezar a moverme con normalidad hasta pasados dos días después de mi despertar. Hasta el quinto día no remitieron los dolores, y hasta casi pasada la semana no pude desplazarme. Antes de emprender la marcha fui al lugar donde había enterrado mis enseres y los recuperé, todo permanecía tal y como lo había dejado.
No podía entender que había pasado, como era posible que casi toda el agua hubiese desaparecido. La vegetación lindante había sufrido el mismo destino, las pocas plantas que quedaban estaban marchitas y ya no había presencia de seres vivos en el entorno.
No sabía cuanto tiempo había pasado, no sabía si eran días, meses o años. Pensé que lo mejor era ir a alguna ciudad, así podría informarme y también comer, por algún motivo sentía una inhóspita gula, un apetito voraz. Comencé a caminar, pero mi resistencia había menguado considerablemente y tenía que realizar paradas obligatorias cada pocos kilómetros. Sin lugar a dudas, intentar quitarme la vida ahogándome, había sido una de mis peores ideas y mi cuerpo hacia buena cuenta de ello.
Transcurrió un día hasta que me encontré con otros seres humanos. Al verlos sentí un particular e inexplicable alivio. Caminé y caminé, supongo que elegí Menfis como destino por ser mi lugar de nacimiento, no sabía donde ir y acabé decidiendo de manera inconsciente.
Al llegar a las proximidades vi algo, algo singular, algo único, algo que parecía sacado de otro mundo. Parecían montañas, pero no eran obra de la naturaleza. Cuando las mirabas directamente la luz del sol reflectaba en sus paredes deslumbrándome y dificultándome la visión.
Estaba tan sorprendido que desvié mi trayectoria para poder observarlas de cerca. Eran inmensas, majestuosas y solemnes. Ya había visto otras pirámides antes, pero nada semejante. Estaba asombrado, no solo por las magníficas pirámides, también me sorprendí con una suntuosa escultura, muy cerca de las pirámides había una esfinge. Era de roca caliza, de aproximadamente 20 metros de alto y 70 de longitud. Al ver esas maravillosas edificaciones una pregunta comenzó a rondar mi mente, ¿cuánto tiempo llevaba ausente? Tenían que haber empleado muchos años en su construcción, la última vez que había estado en la zona no había nada similar.
Tras deleitarme con semejantes obras retomé mi camino hasta Menfis. Al llegar, prácticamente todo me parecía igual, pero a la vez, muy diferente. Caminé por las calles hasta que me detuve junto a un comerciante de vasijas; y ansioso le pregunté, necesitaba resolver mis dudas. Al preguntarle quién había creado las pirámides se rio de mí. Al ver mi seriedad me lo explicó. Las pirámides y la esfinge habían sido realizadas por los miles de obreros y constructores que trabajaron para los faraones. Al preguntarle el cómo, me dijo que cincelaron los bloques mediante herramientas de cobre y una gran tenacidad. Me explicó algunos de los complejos sistemas que habían empleado, por lo visto la información se había diseminado con el tiempo, pero todavía se comentaban las técnicas entre la gente.
Le pregunté en que año estábamos y de nuevo se carcajeó. Le pregunté quién era el actual faraón y me dijo que era Menkauhor. No me sonaba su nombre, ni tampoco el de los anteriores a él. Estaba muy confundido y desubicado, sin decir nada me alejé ante la atenta mirada del mercader.
Anduve por la ciudad hasta detenerme en una amplia calle y me senté, necesitaba recuperar el aliento y asimilar toda la información.
Era una sensación muy extraña, me sentía como si hubiese 'viajado en el tiempo'.
Mientras tomaba mi descanso escuché a dos hombres hablar cerca de mí. Uno de ellos hablaba de un lugar lejano y muy fértil, no sabía de quienes hablaba, y no fue hasta siglos después que fue apodada como la civilización sumeria.
Sus palabras despertaron mi curiosidad y presté atención a todo lo que decía. Mencionó que había una gran cultura y una enorme cantidad de recursos, habló de ciudades estado, todas con gran influencia mercantil.
Cuando se marcharon estuve pensando, lo que dijeron me cautivó y se gestó una idea en mi cabeza. Pensé que era un buen momento para marcharme y visitar otras zonas del mundo. No tenía qué perder, no había nada para mí en estas tierras. Aunque nunca había pensado en marcharme, en ese momento me parecía la mejor idea. Me preocupaba la precariedad, pero podía sustentarme con la naturaleza, era lo que llevaba haciendo casi toda mi vida.
Permanecí unas cuantas semanas en Menfis y visité algunas localidades cercanas. Comí, me aseé y traté de dilucidar cuanto tiempo había estado ausente. También aproveché mi estancia reponiéndome y preparándome para el laborioso desplazamiento que iba a realizar.
Durante aquel paréntesis me di cuenta de que habían cambiado muchas más cosas de las que pensaba. No sabía cómo, pero el clero había afianzado su posición en el tejido social de la época. El dios más venerado en esa etapa era Ra. El fortalecimiento del culto al dios sol Ra fue también un cambio en la posición del faraón, antes había sido considerado como un dios, y ahora había pasado a ser 'un hijo de dios'. Yo me consideraba ateo desde siempre, pero en ese momento tenía que ir con cautela a la hora de hablar de las deidades, ya que algunos podían tomarlo como una ofensa. Con ese cambio religioso también se produjo la creación de los primeros templos
Una semana antes de mi partida, decidí ir una vez más a la actual Guiza para volver a ver las pirámides. Cuando estuve allí experimenté el mismo cosquilleo interno que la primera vez. Eran espectaculares, solo con verlas sabía que era probable que permanecerán ahí para siempre. Y a día de hoy, ahí permanecen, como un símbolo mudo de la historia y evolución de nuestra especie.
No duré mucho en el delta del Nilo, y cargado con mis escasas pertenencias puse rumbo a sumeria. Necesitaba un cambio y estaba convencido de que era lo mejor que podía hacer. Tardé bastante en recorrer la distancia. No era solo porque iba caminando, es que también me lo tomé con tranquilidad.
En muchas ocasiones paraba y prendía una hoguera, cazaba, cocinaba, dormía y me tiraba el día sin apenas avanzar. No tenía mucho y nadie me esperaba, no tenía ninguna prisa en alcanzar mi destino. Primero atravesé la península del Sinai. Allí me encontré con grandes grupos nómadas. Algunos incluso fueron hospitalarios conmigo y compartieron desinteresadamente sus recursos conmigo.
Tras pasar la península avancé por la costa, hasta el territorio que ahora se conoce como Israel. Después continúe por la costa hacia el Líbano y después me adentré hasta alcanzar Siria. Finalmente llegué a Sumeria, concretamente, al actual Irak.
Antes de mi llegada me sentía escéptico, después de semejante trayecto todo me era desconocido y me cuestionaba si mi decisión había sido acertada. Todas mis dudas se disiparon al llegar a las tierras que conformaban el creciente fértil. Ambos ríos, Tigris y Éufrates eran muy fecundos, casi tanto como el Nilo. Sus caudales también sufrían inundaciones y llenaban de minerales y material orgánico los alrededores, generando una gran y beneficiosa vegetación.
Cuando arribé las ciudades estado más prósperas se mantenían en una inusual paz. Acadios y sumerios convivían como iguales.
En esa época me dediqué a recorrer ciudades que estaban próximas al agua. Si algo había aprendido durante mi extenso viaje es que el agua es sinónimo de vida.
Visité ciudades muy notables cómo, Akkad, Kish, Sippar, Umma, Uruk, Lagash.
Una de las primeras cosas que me llamó la atención fue que cada una de las ciudades tenía su propio rey, al contrario que en Egipto donde el faraón era el soberano de todos los territorios.
Luego observé que su cultura tenía grandes semejanzas con mi lugar de origen, también tenían deidades e incluso Zigurats, que eran pirámides escalonadas muy similares a las nuestras.
Aunque también había muchas cosas diferentes. Una de las que más me asombró fue el invento de la rueda. La habían adaptado a todo tipo de artefactos, el más destacado de la época fue el carro de combate. Tenían un sistema de escritura diferente, conocida como cuneiforme, me fue difícil aprender su lengua y su significado, pero todos los días intentaba aprender algo nuevo. En unos años aprendí tanto acadio como sumerio.
También perfeccionaron técnicas agrícolas, incluso contaban con el arado. Como todas las civilizaciones de la época tenían ventajas y desventajas frente a las otras, sin embargo, en cuanto a grandes inventos me parecían los más destacados.
Finalmente decidí asentarme, no en una de las grandes ciudades-estado, sino en un pequeño y alejado poblado de menos de cien habitantes. La mayoría allí cultivaban la tierra y de ella extraían todos los recursos que necesitaban. Había algunas casas deshabitadas, muchos de sus ciudadanos se habían mudado a las ciudades en busca de seguridad y prosperidad. Aproveché la situación y me instalé en una de esas viviendas deshabitadas.
Casi todos los días salía a pescar, cazar con mi arco y recolectar, así obtenía algo que intercambiar con las buenas gentes con las que convivía.
No me relacionaba mucho con nadie, solo con los vecinos más próximos y solo por cordialidad. Había una familia muy amplia y agradable que residían muy próxima. Eran un matrimonio con siete hijos, algunos mayores y otros muy jóvenes. Eran las personas con las que más congenié, y aún así siempre mantenía las distancia. Todavía tenía muy presente a mi antigua familia y nuestra vida en Abydos, temía encariñarme y que volviese a suceder algo parecido. Y aunque en ese entonces no lo sabía, mis zozobras no eran infundadas.
La paz entre las ciudades no duró, y eran muchos los reyes que querían conquistar otros estados.
Pensaba que por el lugar donde vivíamos seríamos ajenos a esas grandes batallas, y así fue durante bastantes años.
Pero entonces llegó Sargón I de Acad. Inicio una revolución en Kish, donde ganó el apoyo de un gran conjunto de personas. Venció en la batalla de Uruk a Lugalzalgesi. Y formó un ejército con algo más de cinco mil soldados, armados con arcos compuesto y carros de combate se volvieron imparables. La ambición de Sargón no decreció, sus ansias de poder y su habilidad para conquistar territorios le llevaron en pocos años a formar el imperio acadio.
Se apoderó de la región costera de Elam, también de la ciudad de Mari que pertenecía al reino de Ebla. Y llegó hasta los montes Tauros en Anatolia. Sargón fundó una monarquía absoluta. Algunos de sus hombres de confianza fueron puestos en cargos relevantes para velar por sus intereses. Los nombró ‘Ensis’ y ‘lugales’, debían gestionar las ciudades estado y recaudar impuestos para él.
Realizó algunas aportaciones de gran impacto social, como estandarizar los pesos y medidas, aumentando notablemente el comercio entre ciudades. Eso le convirtió en un rey admirado incluso por otros gobernantes mesopotámicos.
Pero para llevar a cabo tales hazañas necesitó mantener a su ejército bien alimentado. Como era difícil obtener recursos para tantos soldados, los enviaba a saquear ciudades, villas y pequeñas agrupaciones. Para mi desgracia y la de mis análogos, su ejército pasó por nuestra apacible y nimia localidad.
Fue un ataque feroz que pilló por sorpresa a todos los que vivíamos allí. Cuando percibí su incursión escondí mis pertenencias más valiosas y me armé con mi arco y con las escasas flechas de las que disponía.
Al salir de mi vivienda las calles ya estaban infestadas de soldados, la barbarie y la sangre se adueñaron de todo. Gasté hasta la última de mis flechas y aunque erré algunos tiros, también alcancé a unos cuantos. No obstante, era tantos que me fue imposible resistir su acometida. Cuando me quedé sin saetas, un grupo de soldados enfurecidos me asesinó.
Cuando me desperté se habían ido. Era de noche y había tanto silencio que me resultó fastidioso. Las calles estaban atestadas de cadáveres, me pareció brutal la razia de los soldados. Habían masacrado a todos los habitantes sin tan siquiera darles la opción de huir. Hombres, mujeres y niños yacían agolpados en todas direcciones. Comprendía que necesitasen víveres para subsistir, pero lo que hacían era salvaje, desproporcionado e inhumano. Después de semejante ataque pensé que lo mejor seria abandonar la aldea.
No pude obtener apenas alimentos, los soldados habían terminado y robado casi todas las existencias. Entré en mi residencia y recogí todas mis pertenencias valiosas. Podía haber ido casa por casa acumulando artilugios útiles y otros objetos de mi interés, sin embargo, me parecía un acto indecoroso.
Cuando estaba listo para partir fue cuando lo escuché... Un llanto desconsolado que provenía de algún lugar cercano. Tras atender me percaté de que los sollozos provenían de la casa de mis vecinos. Pensé que era posible que alguien más hubiera sobrevivido y acudí por si necesitaban de mi ayuda.
Mi sorpresa fue mayúscula al acceder y subir a la segunda planta de la vivienda, cuando descubrí quién era el origen de la llorera.
Resulta que los vecinos habían escondido a su hijo más pequeño dentro de un canasto en un armario. Habían tapado tan bien al pequeño que había pasado desapercibido para los soldados. En ese momento el crío debía tener entre dos y tres años, no estaba del todo seguro.
No sabía exactamente que debía hacer. Era obvio que no podía dejarle solo, era demasiado joven para valerse por si mismo. Los primeros días me quedé con él en mi vivienda. Le alimenté y me ocupé de sus cuidados. El pequeño apenas sabía hablar, solo repetía monosílabos y algunas pocas palabras. Como no sabía su nombre comencé a utilizar el de su padre, el cual se llamaba Barsal. No sabía que debía hacer, quedarme en la aldea era un riesgo para el pequeño, podía volver el ejército, o peor, podían acudir saqueadores y ladrones al enterarse de lo sucedido.
Pensé, concienzudo, que era lo mejor para el infante y deduje que el lugar más seguro era la capital de ese entonces, Akkad, también conocida como Agadé. Se encontraba próxima al afluente Diyala, muy cerca del río Tigris. Era la ciudad más prospera de la época, y a mi parecer, era nuestra mejor opción.
Aunque en primera instancia me pareció mal la idea de rebuscar entre las pertenencias de los fallecidos, ahora todo había cambiado. Mi supervivencia no me importaba, pero sí la de Barsal. Tras horas escudriñando, encontré algunos fragmentos de oro, plata y otros objetos valiosos.
Al tercer día cargué con todo lo que pude y nos marchamos. El viaje fue mucho más largo de lo que imaginaba. Barsal era demasiado pequeño y teníamos que hacer constantes paradas. Algunas veces cargaba con él, pero eso, sumado al peso de mis pertenencias, se volvieron una pesada carga. Durante esos días apenas comí, guardé nuestros escasos recursos para Barsal. Con esmero y paciencia trituraba gran parte de la comida para él. Frutas, verduras y pescados, todo troceado y machacado para que pudiera ingerirlo sin dificultad.
Cuando llegamos a Agadé estaba exhausto, viajar solo era sencillo, sin embargo, hacerlo con un infante lo tornaba el doble de afanoso.
En cuanto llegamos busqué una vivienda, fue una ardua tarea, en un núcleo urbano tan denso era difícil encontrar viviendas en desuso. Tuve que preguntar a muchísimas personas, pero finalmente encontré a una sacerdotisa, Urmisha, que tuvo a bien venderme la casa de su difunto hijo. No era muy ostentosa, estaba compuesta de dos pisos; la primera planta constaba de un breve recibidor y una gran estancia que servía como establo, la planta superior tenía dos habitaciones y una despensa. Utilicé la mitad de las riquezas que había reunido en pagar a Urmisha. El resto lo invertí, adquirí un carro, un caballo y una yegua, pensé que era lo mejor dadas nuestras circunstancias. Si tenía que marchar para obtener alimento y dejar a Barsal solo, tenía que ser rápido durante los trayectos.
También debatí internamente que debía hacer con Barsal. Por una parte, pensaba que podría encontrar personas más capacitadas que yo para cuidarle, pero tampoco deseaba que pasase penurias o que lo utilizasen como esclavo. Frente a tal diatriba terminé decidiendo que lo mejor sería criarle hasta que fuera un adulto y que después él decidiese qué quería hacer.
Nunca me habían gustado las ciudades, me parecían lugares estresantes y muy poco higiénicos. Sus calles eran estrechas, sinuosas e irregulares, rodeadas de los muros de las casas, templos y otras edificaciones civiles. No estaban pavimentadas o empedradas y tampoco había drenaje. No me hubiera quedado, ni planteado vivir allí, de no ser por Barsal.
Durante nuestro primer año juntos me preguntó por sus padres, sobretodo por su madre. Yo no fui capaz de contarle lo que había ocurrido y cuando preguntaba me limitaba a distraerlo. Con el tiempo dejó de preguntar, quizá ya lo sabía, o había preferido olvidarlo.
Durante los siguientes años le enseñé todo lo que sabía, a hablar y a leer, a pescar y a usar el arco. Le enseñé a trabajar la madera y también a confeccionar algunas herramientas. Era un crío muy inteligente, un poco despistado, pero muy trabajador.
Cuando creció y consideré que ya estaba preparado, comencé a dejarle salir solo. Era un chico cauto y solo salía para jugar con otros niños. También pasábamos grandes momentos juntos, jugábamos al senet, al mismo que utilizaba con Urbi. Dábamos paseos, nadábamos en el río, montábamos a caballo.
Es curioso y casi aterrador lo rápido que crecen los niños, sin darme cuenta los años pasaron y Barsal se convirtió en un adolescente. Estaba más revoltoso y rebelde, no obstante, tampoco fue un cambio brusco. Ahora Barsal requería menos atenciones y pedía más responsabilidades. Desde el principio me trató como su padre y aunque no teníamos lazos consanguíneos, yo le veía y consideraba mi hijo.
Con los años nuestros caballos tuvieron una amplia descendencia. Nos quedamos a dos de sus crías y comerciamos con las otras. Ambos prosperamos en la sociedad de la época. Y no sólo en Akkad, también salíamos con el carro y recorríamos las otras ciudades lindantes. Vivíamos una vida idílica y muy satisfactoria. Pero, aún con tan buena vida, había algo que me afligía. Llevábamos diez años viviendo en Akkad, teniendo en cuentas mis normas y parámetros, pronto deberíamos marcharnos. No sabía qué debía hacer con Barsal. A él le encantaba la ciudad, era lo más cosmopolita que se podía ser en aquellos tiempos. No quería que se viera obligado a seguirme, sin embargo, tampoco quería separarme de él.
Una noche, mientras nos preparábamos para dormir, llegué a conclusión de que no podía demorarme más. Con cierto temor le expliqué mi situación. Le conté todo, sin guardarme nada. Barsal me escuchó con detenimiento, no me interrumpió, pero sus ojos hablaban por él. Cuándo terminé, le pregunté qué opinión tenía. En ese momento Barsal estaba abrumado, me miraba con recelo. Le dije que quería demostrárselo, que lo haría para él, que se quedase junto a mí y que pasase lo que pasase, observase serenamente lo que sucedía. Barsal se negó en un principio, alegó que yo había perdido el juicio y que hablaba como un demente. Tuve que insistir y prometerle reiteradas veces que no pasaría nada. No actué hasta ver convencimiento en sus ojos. Le rogué que no tuviese miedo y que esperase. Sin vacilar agarré mi daga y con el filo desgarré la piel de mi cuello. Solo recuerdo percibir como la sangre brotaba, ver borrosa la imagen de Barsal ante mí y caer bruscamente contra el suelo.
Cuando recobré el conocimiento, Barsal estaba ahí, su rostro era blanquecino, tenía la expresión atónita y su cuerpo se movía frenético y tembloroso.
Le pregunté que había pasado, pero Barsal era incapacidad de hablar. Le aseguré que estaba bien, que no me había ocurrido nada malo, que no debía estar asustado. Aún boquiabierto y notablemente exaltado, me preguntó cómo era posible. Le contesté que era un misterio y que yo tampoco era capaz de entender ni cómo ni por qué sucedía.
Le pregunté cómo había acontecido exactamente, ya que yo nunca había visto el proceso, solo los resultados. En ese momento dijo que había visto como la piel se unía, como el tejido se regeneraba de manera milagrosa. Barsal me preguntó si era un dios y le dije que por supuesto que no lo era. Pensé que después de lo que acaban de ver era un buen momento para contarle como lo había encontrado. Lo primero que hice fue decirle que se sentase, fui a la despensa y traje una vasija con cerveza. Él nunca había bebido, no obstante, me pareció la ocasión perfecta para compartir juntos una bebida espirituosa.
Le hablé del ataque que había sufrido nuestra aldea, le hablé de sus padres y también le conté gran parte de mi vida. Barsal me escuchó atentamente, pero cuando mi alegato concluyó se quedó impasible y eso me preocupó.
Tras unos segundos en silencio se levantó y se dirigió hacia la puerta, intenté detenerlo, pero declaró que necesitaba estar a solas. Le dejé irse, aún sabiendo que quizá no debía hacerlo.
Esa noche no pude dormir, aguardaba el regreso de Barsal con gran aflicción. No fue hasta el alba que percibí el ruido de la puerta. Cuando subió hasta la alcoba se sorprendió al encontrarme despierto. Le pregunté si estaba bien y si necesitaba algo y negó con la cabeza. Se acostó en su cama sin decir nada y no quise importunarlo.
Los siguientes días fueron extraños, había tensión entre ambos. Pero un día, sin más, Barsal cambió por completo. No solo su actitud hacia mí, también su forma de mirarme.
Al cabo de los meses recogimos nuestras pertenencias y nos marchamos. Vendimos nuestra humilde morada y con el dinero obtenido nos mudamos, la siguiente década nos trasladamos a Kish. Allí fue donde Barsal alcanzó la edad adulta.
Creció hasta ser más alto que yo, su espalda se ensanchó y su aspecto se tornó muy viril. Muchas mujeres le observaban cuando pasaba, sin embargo, él ni se inmutaba. Al principio pensé que era tímido y no sabía hablar con las damas. Y eso pensé, hasta que un día al llegar a nuestra casa, le encontré en el lecho con un hombre, un vecino cercano. Me sorprendió, porque no lo esperaba. Él se avergonzó y echó al hombre rápidamente. Se acercó a mí y se disculpó, pero no tenía ningún motivo para ello. Le dije que no me importaba lo más mínimo si le gustaban hombres o mujeres, que lo único que yo deseaba era su felicidad.
Creo que sintió un gran alivio al poder sincerarse conmigo. Después de la revelación invitaba a casa a sus parejas, comían con nosotros, se quedaban a dormir y yo intentaba otorgarles privacidad y me marchaba a pasear.
Mi pequeño ya era todo un hombre y la idea de que podía marcharse se instauró en mi mente.
Nuestro negocio equino progresaba tan bien que nos ganábamos la vida con el, nunca sufrimos penurias ni escasez.
Pasados otros once años volvimos a marcharnos, esta vez a la ciudad de Umma. La situación había cambiado para nosotros, no exactamente por el cambio de residencia, si no porque ahora Barsal parecía más mayor que yo. Nadie creería que yo era su padre, así que a ojos de todos nos presentábamos como hermanos.
Por desgracia para nosotros, no pudimos estar mucho tiempo en la ciudad. El Rey Sargón murió y su hijo Rimush heredó el trono, al no contar con el mismo respeto y fama que su progenitor, pronto comenzaron las revueltas en varias ciudades-estado, entre ellas Umma.
La seguridad de la ciudad se puso en entredicho. El rey consiguió sofocar dichas revueltas, pero poco después los reinos de Elam y Ebla también se sublevaron. Ante los tiempos de incertidumbre que vivíamos, le propuse a Balsar irnos a su lugar de origen, era una aldea pequeña y alejada, al ser tan insignificante para los gobernantes y a pesar de los sucedido antaño, me parecía un lugar seguro. Balsar aceptó y tras cargar todos nuestros objetos en el carro y nos trasladamos.
Imaginé que el lugar estaría abandonado, pero para mi asombró un pequeño grupo nómada se había instalado en el. No eran conflictivos, solo buscaban una vida mejor. Fuimos admitidos de buen grado y pasamos a formar parte de su pequeña sociedad. Algunas residencias estaban en mal estado, pero todavía quedaban muchas intactas. La vida allí se torno muy tranquila, todos colaboraban unos con otros, en la unión residía nuestra autosuficiencia. Fue allí donde Barsal conoció a Mido, el amor de su vida. Cuando llevábamos allí unos años, Barsal decidió mudarse con él, aunque todos los días venía a verme, gesto que yo le agradecía enormemente.
Durante esas visitas empezó a querer hablar sobre mí y mi 'don'. No sé el motivo, no obstante, se convirtió en un tema demasiado recurrente. Me hablaba de lo mucho que podría conseguir exhibiendo mis capacidades al resto, de que podía unificar pueblos y culturas. Insistía en que yo era un ser divino, que yo no era como los demás. También le gustaba mencionar que mi situación debía tener un motivo, que quizá mi sino era realizar una gran gesta. Cuando empezaba con esos comentarios me hacía reír, si mi vida tenía un objetivo, yo ni lo conocía ni lo había encontrado.
Todas sus elucubraciones y opiniones me parecían excesivas y poco realistas. Mi cuerpo puede ser herido, mi moral aplastada, mi alma quebrada; entonces, ¿qué me hace realmente especial? No morir no me había traído más que desgracia y desdicha, y si por mí fuera, habría muerto junto a Lilit y Azarath.
Cómo Barsal persistía día tras día, cambié el enfoque de nuestras conversaciones, en lugar de dejarle hablar me dediqué a ser yo quién preguntaba. Así tuvimos algunas charlas particulares y muy estimulantes. Es curioso que al preguntarle a Barsal que haría de estar en mi posición me respondiera 'viajar'. Él estaba convencido de que el planeta era mucho más grande de lo que pensábamos y que había cosas ahí fuera por descubrir, maravillas solo al alcance de algunos privilegiados.
Los años transcurrieron rápido, a penas venían extranjeros a la aldea, para el resto del mundo solo éramos una fútil villa de personas triviales. Gracias a eso, sumado a la discreción y al poco interés de nuestra comunidad, decidí saltarme mis normas y permanecer en la ciudad más tiempo del que usualmente acostumbraba a quedarme en un mismo lugar. Realmente lo hice por Barsal, no quería separarme de su lado y mucho menos hacerle elegir entre Mido y yo.
Aunque para mí los años no significaban nada, para Barsal eran cada vez más notables. Su rostro se llenó de arrugas, su pelo y barba se decoloraron hasta acabar de color gris, su anatomía se volvió frágil y voluble. Ahora era él quien parecía el padre y yo quien parecía el hijo.
Recuerdo perfectamente cómo fue nuestro último día juntos. Barsal y Mido vinieron a mi casa a comer. Preparé filetes de cerdo, un manjar en aquel momento, los criaba un vecino y tras la matanza había repartido carne a la gran mayoría de residentes. Los cociné y comimos, luego Mido se acostó y Barsal y yo jugamos unas partidas al 'senet'.
Barsal no cesó de quejarse durante las partidas, sus lamentos se debían a que incluso después de tantos años casi nunca conseguía ganarme. Estuve muy a gusto con él, bebimos cerveza, bromeamos, platicamos. Hay una parte de la conversación que recuerdo con gran precisión. Barsal me preguntó si tenía planes de futuro y yo le respondí que no lo sabía, que no me gustaba especular con lo que me depararía el mañana. Entonces Barsal realizó una reflexión que he tenido muy presente hasta el día de hoy; 'No es importante saber cuánto tiempo nos queda, sino qué hacer con el tiempo que se nos concede'.
Poco después Mido se despertó y Barsal dijo que ya era hora de marcharse. Los acompañé hasta el recibidor y me despedí de ambos con un abrazo. Comenté un 'hasta mañana' y él me dedicó una sonrisa. En ese momento no lo sabía, pero era la última vez que vería a mi hijo con vida.
A la mañana siguiente, con el crepúsculo vespertino, Mido acudió a despertarme. Estaba alterado, descompuesto y furibundo. Le costaba hablar, solo con verlo sabía que algo malo le había pasado a Barsal.
Salí corriendo sin mediar palabra, avancé lo más rápido que pude la reducida distancia que nos separaba y me metí en su casa. Cuando llegué hasta su lecho lo vi. Durante la noche había muerto. No sabíamos cómo, pero su fallecimiento era innegable. Las lágrimas brotaron de mis ojos... El único consuelo que tenía era saber que no había sufrido, que había dejado este mundo de forma apacible, en su cama y junto a la persona que amaba.