MAL DE OJO
Mongo Aurelio salió de su casa muy temprano y tiritando por el frío, a pesar de su abrigo y de su enérgico caminar, las calles de la ciudad helaban. Parecía decidido en su paso, pero no así en sus reflexiones vacilantes. Mongo no se sentía un héroe, ni mucho menos un pistola, pero también tenía claro que no era ningún chitrulo. Hacía días que venía con un entrevero, como una especie de corazonada o pálpito, como pájaro de mal agüero.
Las veredas de la ciudad parecían monocromáticas por efecto de la luz espectral de la mañana invernal. Sus troncos pelados y el viento sur, coronaban el aspecto fantasmagórico y triste que había tomado el barrio.
De prisa, cruzó la amplia calle adoquinada y se dirigió al gran portón de roble. Llamó a la puerta con la robusta aldaba de bronce que golpeaba un enorme aro colgante desde la cabeza de un león. Se escucharon los pasos en el largo pasillo previamente a que se abran unas hendijas del mirador de la antigua puerta. La fulana que lo observaba, ya lo había estado atendiendo días atrás. Como quien repite una frase de un gualicho, le dijo que su prometida no estaba bien dispuesta para atenderlo y que no podía permitirle ingresar a la casa, a pesar de su insistencia. Mongo Aurelio quería verla, enfureció ante la negativa de la fulana porque ya había pasado por esta preocupación en numerosas ocasiones y le preocupaba la salud de la joven. Le insistió enfáticamente con ingresar a la propiedad para verla.
- Quiero saber qué le pasa – dijo - ¿Cuál es la indisposición que le aqueja? -
Ya iban varios días resistiendo la negativa a poder verla. Desde la sala principal, se escuchó la dulce e inconfundible voz, un poco resquebrajada, de su prometida que le sugería a la fulana que le permitiera pasar.
Mongo la había conocido en una milonga hacía ya unos ocho meses atrás, y tanto el baile como la conversación, los había cautivado a ambos en una velada mágica. Esas noches de primavera en Buenos Aires, en las que el perfume de los tilos recorre las calles de la ciudad tornando romántico todo encuentro o la simple caminata. Bailar y conversar hasta entrada la madrugada eran las aficiones preferidas de Mongo, entre otras tantas, como las proezas casi imposibles de realizar y las historias sin final. Su interesante modo de iniciar y mantener una conversación, era la cualidad más sensual que admiraba Mongo de su prometida; por supuesto, luego de su extraña belleza.
Mientras recorría las baldosas de granito del pasillo, sintió una turbación en su pecho; cómo si éste quisiera adelantarse a sus pasos. Lo acongojaba aquello que podría estar afectando a la joven y la gravedad que eso pudiera tener, ya que era patente su deseo de ocultarse de estos últimos días. Al ingresar a la gran sala recubierta en fino papel decorado; la observó sentada de espaldas, con su rostro contra una antigua chimenea y con su pelo rojizo recogido en un rodete simple. Llevaba puesto un vestido turquesa. Parecía lucir como siempre, las proporciones y su apariencia de espalda eran las de siempre, pero no así el silencio rutilante y cierto aroma a miedo que reinaba en la gran sala. Mongo se aproximó cautelosamente pero con paso firme para verla de frente… Y entonces entendió todo, los ojos de su doncella parecían una masa difusa y rojiza que se hallaba totalmente deformada y desfiguraba todo el rostro. Tenía un aspecto monstruoso y su cara era irreconocible.
- ¿Cómo te sucedió esto? - le preguntó Mongo Aurelio, que aún no lograba reponerse de la exaltación.
- No sé, llevo días así y no mejoro en nada – respondió angustiosamente la joven – vino a verme el Dr. Magoya y me examinó detenidamente. Luego de su examen, me dijo que no estaba seguro del diagnóstico y que debería consultar a otro especialista.
- Debe haber un remedio para esto – dijo Mongo - puedes quedarte tranquila que lo buscaré y te lo traeré cuanto antes.
- Cierta tarde de la semana pasada, mientras caminaba por las Sierras de Tandil, luego de tomar el té en la Casa de Té serrana, caminé hacia la ciudad por el bosque y se acercó una mujer de mediana edad elogiando mis ojos. Me pareció extraño, pues apareció de la nada y directamente elogió el color de mis ojos. También me preguntó de qué color eran y si éste solía variar, a lo que le respondí que del gris al verde según la ocasión. La mujer sonrió y me dijo que tenía los ojos del color del tiempo, y luego pronunció otras expresiones que no comprendí porque parecían un dialecto o idioma extranjero emparentado con el arameo u árabe antiguo por su musicalidad. En el momento, sentí curiosidad por aquella inusual situación, pero luego ni bien la mujer se alejó, olvidé aquella anécdota. Hasta estos días, que comencé con esta dolencia.
La intención de aquella pregunta era una incógnita, tampoco a Mongo se le ocurría que deparaba aquel encuentro reciente y si guardaba relación causal o casual con la afección ocular de su amada. Tomó su abrigo y salió con paso decidido de la casa en dirección a la farmacia más cercana, que se encontraba a unas seis cuadras. El farmacéutico era un viejo amigo de su infancia y seguramente sabría orientarlo.
Las vidrieras de la farmacia estaban repletas de frascos de vidrio de colores ocre, verde y azul. Sólo el farmacéutico Montoto podía saber qué contenían aquellos frascos; y si en alguno de ellos, o de los que se exhibían en las estanterías interiores del local, podría encontrarse el remedio que buscaba.
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Editado: 01.04.2021