La Aventura de lo Secreto. Relatos Breves

UN REDIL PARA LAS SONRISAS

UN REDIL PARA LAS SONRISAS

                 

            Aquella siniestra nube plomiza solía, desde entonces, visitar su ventana. Estaba exactamente en la misma posición en la que se encontraba cuando recibió aquella terrible noticia sobre el accidente fatal que había sufrido Pablo, su único hijo. Todo aquello continuaba siendo tan nítido, a pesar de los años… Ese momento, aún resonaba en su ya por demás convulsionada cabeza. Ese inconfundible timbre de voz ronca que por teléfono, luego de mencionar lúgubremente su nombre, le comunicó la trágica noticia. Una pérdida que aún hoy, no se explicaba. Solía pensar en lo extraño y hostil que se vuelve todo luego de una noticia así, aún se extrañaba del poder que podía esconder una voz. Le pesaba reconocer como una simple voz ronca, una sencilla traza material, podía significar el punto de bisagra en la vida de alguien, especialmente en la suya. Cuantas voces habían transformado, e incluso señalado, distintas historias personales y colectivas.

Esa nube, densamente gris, caminaba con él desde entonces, como si lo envolviera abrigando su alma. Metiéndose dentro suyo, aplastándolo, causándole pesadumbre y un tinte sepia especial en su rostro, que se extendía a toda su mirada del mundo. Toda su expresión facial había sido alterada, se había hundido, se había estrechado y sacrificado en pos de continuar existiendo materialmente. Si el rostro expresa el dolor, cómo con-formarse en lo indecible. ¿Cuáles son las cejas, las comisuras, las miradas del dolor indecible?

Nada era ya lo mismo, ni mucho menos la casa. Hasta había perdido también su forma. La redondeada forma que mantenía cuando toda la familia la habitaba. Ahora sencillamente parecía des-cuartizada. Sus dormitorios se habían transformado en dulces lápidas, sin nadie que les inscriba epitafios. Todos cubiertos de moho y fango. Todos hundidos, calcinados en el dolor de la ausencia que lo invade todo, a cada instante, en cada tramo del pasillo, convirtiendo lo propio en ajeno, lo familiar en extraño y lo vital en irrespirable. La tragedia envenena todo, como la nube, de un modo en el cuál no resta escape, nos sigue, nos destruye desde dentro carcomiendo nuestros cielos.

¡Qué tontas las voces! Tan fútiles, tan diáfanamente horrorosas, tan prestas a transmitir absurdos y mutilaciones. El silencio debería ser el gran vencedor. En él, no es posible el cambio. En él, lo vital puede hallar refugio de su ser para la muerte, de su absurda impronta que condensa toda una biografía en un cínico gesto de dolor, en una mueca del ahogado sollozo.

            Sinvita prometió desde entonces no volver a reír, no permitirse disfrutar. No es que se lo haya dicho a sí mismo, tampoco que lo haya pensado, pero era parte del pacto implícito que, como su rostro, tuvo que aceptar para poder continuar permaneciendo físicamente. Y sólo físicamente, porque su alma estaba vaya a saber uno dónde. Era una promesa implícita, como las mayorías de las verdades, las cuáles son silentes, mudas. Sinvita, no era el mismo. Su caminar y sus comisuras, habían cambiado, lucían como impresas, estaban superpuestas en su rostro, desnaturalizadas, como todo lo que se agrega a posteriori y artificialmente. Esto le recordaba que no esperaba lo que sucedió. Su vida ya no era un desenvolvimiento natural, espontáneo. Sentía un brutal quiebre biográfico, una ruptura vital desde aquella muerte, en parte su muerte.

            ¿Dónde colocar entonces aquel redil? Ese redil arrojado, pesado y añadido; ese redil inesperado pero necesario, sin lugar propio, aunque sí compartido con sus vecinos. No era tanto el aspecto, ni el tamaño del redil, lo inoportuno, lo inubicable, sino su extraña naturaleza. Era un redil para las sonrisas, que consiguió junto a sus dos vecinos del edificio de propiedad horizontal en el que vivía, bueno… moría.

            Ninguno de los vecinos quiso pintar el redil, tampoco recibía ningún tipo de reparaciones o mejoras, ya que no era algo atesorado, mantenido, ni conservado; simplemente estaba allí, como quien encuentra una solitaria trinchera entre tanta destrucción extendida.

El barrio, sabía del redil, aún sin haberlo visto. Son de ese tipo de cosas, que existen aunque nadie las piense, aunque nadie las vea, aunque nadie las desee, aunque nadie las conciba, como las nubes plomizas.

¿Y el viejo reloj de la sala? ¿Existirá el tiempo, aunque nadie lo piense? ¿Y las cosas, permanecen aunque nadie lo perciba? -se preguntó-. Lo cierto es que su pecho se estrechó cuando recordó a Pablo. Entonces pensó en lo mucho que necesitaba que exista, aunque más no sea en la sal de sus lágrimas. En ocasiones, se estrechaba tanto, tanto, todo él, que sentía que iba a desaparecer, a convertirse en nada. Todo su ser se colmaba de la nada, de una nada escurridiza y voraz. Su estrechez lo volvía a la realidad, su realidad, su nada; su existencia tan sin coordenadas, tan suelta al viento que aterrorizaba sentir su despojo y desnudez. No había podido pasar de la angustia al dolor, y de éste a la tristeza. No había podido recorrer ese camino, ésta pérdida lo había liberado, pero de sentido. Y eso mata. Sinvita estaba jugado, porque algo o alguien, había jugado con él.

            Sobrero, su hosco vecino, llamaba a su fantasmal puerta. No había timbre ya desde hacía mucho tiempo; no había quedado nada que llame o remita a otra cosa. Porque lo que remite a otra cosa, como es el caso del símbolo, es tan humano como la risa. Seguramente quería cobrarle las expensas. ¡Qué otra cosa podía querer! Sobrero era tan honrado, tan ordenado y tan eficiente administrador, que generalmente se tornaba denso, compacto en sí mismo, con cierta viscosidad de realidad sórdida. Tampoco se permitía la alegría, ni el placer, ni el humor. Su estrechez, radicaba en la seriedad. Sobrero era un hombre serio, sartreanamente serio, de esos que agregan cierta pomposidad y rigurosidad a lo cotidiano. Su cuerpo era tan estrecho que también pasaba a través de los barrotes del redil, como sus vecinos, y contribuía afanosamente dentro de él. Los monjes medievales de algunas órdenes, tampoco se permitían la risa, ya que la consideraban una señal inconfundible de pecado, como ser señal de falta de pudor ante la alegría y el sentido del humor. Nadie añoraba el humor allí, porque para añorar hay que desear.




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