Como si de un rayo se tratara, Leo llega a la cocina y toma el intercomunicador antes que suene.
— ¿Qué haces aquí? —inquiere sin siquiera saludar.
—Ya me estoy acostumbrando a tu falta de educación —se queja Killian.
— ¿Y bien?—exige ella, elevando una ceja interrogativa.
—Tenemos que hablar —se limita a decir Killian. Una de las puertas del enorme portón se abre y Leo aparece a la vista.
— ¿Sobre qué?— cuestiona ella.
—Sobre esto —responde el joven mostrando la piedra.
—Estás loco —suelta ella asustada — ¿Cómo andas con eso por la calle? Pueden verte. Es peligroso —entona con el ceño fruncido.
—Por eso lo traigo contigo —expresa Killian.
— ¿De qué hablas? —inquiere Leo elevando una ceja.
—Creo que estaría más segura contigo —ante esas palabras, Leo lo queda mirando fijamente, luego mira para ambos lados de la calle y suspira sabiendo bien que ya perdió la batalla.
—Pasa —suelta de mal modo.
— ¿Estas segura? —indaga Killian elevando una ceja—. Si me dejas entrar ahora podría entrar en cualquier momento —le recuerda.
—Ya lo sé —escupe ella—. Y no hagas que me arrepienta —le advierte haciéndose a un lado para dejarlo pasar.
Killian solo asiente con la cabeza y acata la orden de la joven. Leo cierra la puerta tras ella y lo dirige por el camino hasta llegar a la casa. Antes de abrir la puerta principal, ella le lanza una mirada de advertencia y él solo sonríe. Ambos se adentran en la casa y Leo lo toma de la mano para que no tenga tiempo de fisgonear en su hogar, y lo lleva directo a su cuarto antes que Natalie decida aparecer. En cuanto entran en la habitación, ella le suelta la mano y se coloca frente a él con los brazos cruzados, mientras que Killian abarca todo el lugar con la mirada. Para su sorpresa, no había nada personal en esa habitación. Solo era una habitación común, con pisos de madera, paredes blancas, ningún cuadro o pintura, ni siquiera un poster. Una cama doble con dosel bermellón. Un diminuto sofá de color beige cerca de la ventana. Un pequeño estante colmado de libros, de lo que llegaba a leer, eran literatura inglesa y tragedias románticas y un simple y aburrido placard. Aunque la mesita de noche, quizás podía decir algo más de ella, ya que había una fotografía de una pareja junto a una niña, lo que él dedujo como sus padres y ella, y otra fotografía con una hermosa mujer mayor, de pelo negro e intensos ojos del mismo color.
—Así que, acabas de meterme en tu habitación como…
—No lo hagas —le advierte ella, cortando lo que fuera que vaya a decir él — ¿Por qué quieres que la piedra esté conmigo? —va directo al tema. Killian suspira y camina por la habitación.
—Recuerdo que dijiste que ninguna persona indeseada podía entrar en tu casa —habla él sin dejar de recorrer la habitación.
—Así es. Nadie quien no esté invitado puede entrar —afirma ella.
— ¿Ni siquiera un humano? —pregunta Killian.
—Si no lo he invitado, no —asegura ella.
—Y obviamente los vampiros tampoco podemos —continua él.
—Por eso quieres dejar la piedra aquí. Porque nadie puede entrar —deduce Leo.
—Necesitamos un lugar seguro y hasta ahora lo más seguro, es tu casa —asiente el joven.
—Esa piedra es peligrosa —Leo niega con la cabeza y se sienta en el borde de la cama.
—Eleonor —al llamarla así los pensamientos de la chica vuelan al sueño de minutos antes—, necesito que guardes esta piedra aquí, no hay otro lugar seguro. Si en verdad quieren despertar a Caín o a cualquier otro demonio, no somos los únicos quienes corremos peligro, sino toda la humanidad corre peligro. Por favor —termina diciendo en voz baja.
—No estoy muy segura de que esto funcione —murmura ella mirando el suelo. Killian con cuidado se sienta a su lado mirando al frente.
— ¿Quiénes tienen permiso de entrar? —curiosea.
—Solo Nat —ella lo mira—. Y ahora tu —los ojos de Killian captan el momento justo en el que la boca de ella articula la palabra tú.
Él se pierde en esa boca, el tiempo se detiene mientras recorre cada rasgo de sus labios. Un instante después, clava sus ojos en los de ella. Esos ojos pardos que sabe que de algún lado los conoce, pero por alguna estúpida razón no puede recordarlo. Leo se paraliza observando el intenso azul de los ojos del joven, sabiendo bien que más de una vez los vio en sus sueños, conociendo cada mota dibujada en ellos. De a poco y sin buscarlo, ambos están acercándose para poder unir esos labios al conocimiento ignorado que tienen de cada uno. A pocos centímetros de llegar a unirlos, un ruido providente de abajo los hace volver a la realidad.
— ¡Leo, volví! —grita Nat, desde abajo.
— ¿En qué momento se fue? —pregunta Leo para ella misma—. No tiene que verte aquí —se apresura a decir en cuanto se da cuenta que Nat estaba a punto de subir a su habitación.