La búsqueda

Capítulo VII: La vida que siempre soñé

Expliqué a mis padres todas las cosas que sucedieron. Acepté ocupar el lugar de César como imagen del partido. Mi padre me iba a instruir, pero le dije que antes debía terminar mi carrera de medicina. Él estuvo de acuerdo. Al principio fue difícil convencerlos de todo lo sucedido. Pero apoyado por la manera como César habló en el video me creyeron. Conocieron a Mariana y sus padres y comenzaron a asistir al templo: su forma de ver las cosas cambiaron mucho cuando el pastor Mendoza comenzó a hablar con ellos.

 Supe que el hijo de don Carlos, Eddie, había muerto. El culpable era una mujer: Elena. Actualmente está en prisión. La he ido a visitar varias veces. Es una linda persona.

―Ojalá que me haya perdonado por no haberlo podido proteger ―me dijo cabizbaja y sollozando.

―Lo hizo, no te preocupes ―le sonreí desde el otro lado del cristal sosteniendo en mi mano derecha el teléfono negro.

―Cuando supe que no había muerto, únicamente opté por protegerlo y esa misma noche hice lo que hice.

―Él hubiera preferido que no lo hicieras. Me dijo que te diera este mensaje: que te quiso mucho. Que a pesar del poco tiempo tú significaste mucho para él.

Y le dije todas las palabras que César me dijo. Vi como Elena lloraba en silencio, cubriéndose la boca.

Me pidió que no la abandonara, que le recordaba mucho a César y quería seguirme viendo. Le dije que me gustaría que habláramos sobre Jesús. Ella aceptó y cada vez que la visito escucha atenta.

 

Con Mariana las cosas han cambiado mucho. Le dije que estoy enamorado de ella.

―¿Qué? ¿Por qué me lo dices hasta ahorita, Valentino? ―me sonrió.

Me puse muy nervioso.

―No lo sé. Sentía que debía primero aceptar a Jesús para poder pedírtelo. ¿O hubieras aceptado ser mi novia sin que yo hubiera aceptado antes a Dios en mi corazón?

―No lo sé, tal vez ―se rio―. Claro que no. Sé perfectamente que si una persona no tiene verdaderamente a Dios te puede traicionar y engañar, eso no lo soportaría.

―Ah, ¿entonces me estabas preparando para que algún día pudiéramos estar juntos?

―Em…

No se atrevió a mirarme fijamente.

―¿Qué? ¿He sido víctima del clásico estilo modernamente llamado ‘evangeligar’? No lo puedo creer, señorita Mariana.

Ella se rio y dijo:

―No te confundas, Valentino. Yo le he pedido a Dios que si eres para mí no te quite de mi camino, y mira, aquí sigues…

Le sonreí. Luego le tomé sus manos y le comenté:

―¿Cuál será el plan de Dios para ti y para mí?

―Solo él lo sabe ―contestó ella.

―Sí, solo él. Y hablando sobre traición y que no lo soportarías, quiero comentarte que he aprendido algo sobre eso. Que el mundo entero vive con odios y rencores absurdos que para ellos son muy importantes, pero únicamente envenenan su alma, destruyéndose poco a poco interiormente. Su corazón se ennegrece y se amargan lentamente hasta caer enfermos y comenzar a morir.

―Por eso es mejor ser sinceros, amar a los demás y siempre andar por el sendero de Dios. ¿Tú ya caminas de su mano?

 

Hubiera respondido con un sí inmediatamente, pero no fue así. Algo me detuvo. Lo que yo había dicho me había hecho pensar en mis padres: Patricia y Nicolás. En realidad después de que me cambié al departamento me había estado portando muy groseros con ellos. Me tocaba llevarles el último abono de todo lo que les debía, pues me habían hecho un recuento de todo lo que habían invertido en mí y en los últimos meses les había estado pagando. Aprovecharía para pedirles perdón por mi manera de actuar en los últimos tiempos.

―Quiero hacerlo. Quiero caminar sinceramente en su camino, sin obstáculos ni resentimientos por nadie. ¿Me ayudarías?

―¿Qué hay qué hacer?

―Solo acompañarme a un lugar.

―Vamos.

 

Caminamos de la mano hasta la motocicleta. Nos subimos a ella y luego atravesamos por varias calles, internándonos en la ciudad.

La moto corría tranquila sobre el asfalto; Mariana estaba ceñida a mi espalda.

―Te confieso algo ―me dijo al oído en voz alta.

―Qué cosa ―pregunté, también alzando la voz, porque corría viento.

―No me gusta mucho andar en moto ―el ruido ahogaba sus palabras, pero sí las entendí.

―Ah, bueno ―respondí desinteresado.

―Mmm… ―se apretó más a mí al decir esto.

―Tranquila, no querrás que nos volquemos ―dije, pero me agradaba que me abrazara como lo estaba haciendo.

―No, no ―sus manos entrelazadas me abrazaron con menos fuerza―. Te quiero.

―Yo también te quiero ―le dije y ella se recostó en mi espalda.

Después de varios minutos y de pasar por muchos lugares de la ciudad, llegamos.



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En el texto hay: gemelos, novela, sentido de la vida

Editado: 15.02.2021

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