La búsqueda del fénix dorado

4) El robo de los cuervos

Faltaban pocas horas para el anochecer. Los chicos aún continuaban su caminata, algo más repuestos del susto que habían llevado mientras almorzaban. Por suerte era un día soleado y no había muchas probabilidades de que lloviera. Aunque, probablemente para el siguiente día sí iban a necesitar de la lluvia, ya que el agua se les estaba escaseando a gran velocidad. Por el momento no habían tenido más dificultades y ningún otro animal los había querido comer, por decirlo así, pero estaban casi seguros de que aquella serpiente no sería el único animal que encontrarían en su camino. Seguramente habría más animales a los que les parecerían un platillo suculento.

Momentos más tarde, mientras pasaban un claro de varias decenas de metros, vislumbraron unas montañas al sur, pero estaban bastante alejadas, tardarían por lo menos un día para llegar a ellas. A menos que fueran pequeñas y no estuvieran tan lejos como parecía.

Cuando ya faltaba poco para el crepúsculo se encontraron frente a un pequeño sembradillo. Fue una total sorpresa para los dos: significaba que por allí vivía alguien. Pero mayor fue su sorpresa al constatar que el sembradillo era de girasoles. La siembra no era muy grande, probablemente unos cincuenta metros  de largo y otros tantos de ancho.

Los girasoles se encontraban en muy mal estado. Pronto se dio cuenta de la causa de aquello: en unos árboles no muy lejanos, había una población de cuervos. Seguramente ellos eran la causa de la mala condición de los girasoles.

Uno de los cuervos los miró, y dando un graznido se elevó por los aires, hizo unas piruetas y se dejó ir en picada. Max lo observó maravillado, hasta que, a pocos metros del suelo, el cuervo cambió de dirección, iba hacia donde ellos estaban. Ambos chicos se tiraron al suelo para evitar ser embestidos por el cuervo. Luego, de manera extraña, muchos más cuervos imitaron al primero, lanzándose sobre los chicos con los picos apuntando a sus carnes.

No hubo tiempo para correr.

—¡Aléjense! —gritó, agitando las manos y golpeando a unos, pero no era nada comparado con los picotazos que recibía.

Jennifer también gritaba y se debatía con los cuervos.

—Max, ayúdame —gritaba la niña. Pero el chico era incapaz de ayudarse incluso a sí mismo.

Sabía que tenía que hacer algo pronto, o si no, no pasaría mucho tiempo para que les empezaran a quitar los pedazos de piel. Trataba de pensar en algo, mientras se agitaba e intentaba alejar a los cuervos, pero aquello era inútil. Los picotazos de los cuervos se hacían cada vez más dolorosos, hubiera jurado que empezaba a sangrar. Intentaron correr o hacerse a un lado, pero los cuervos los seguían hacia donde ellos iban. Tampoco podían mantener los ojos abiertos porque los negros pájaros amenazaban con arrancárselos.

Mientras la impotencia y el pánico se apoderaban del chico, recordó lo que llevaba en la espalda. Se llevó la mano al mango de su espada, pero cuando la logró sacar sintió un fuerte picotazo en la mano y la espada cayó al suelo. Con los ojos cerrados buscó a tientas la espada, pero fue incapaz de encontrarla. Cuando logró abrir los ojos descubrió que la espada no se encontraba en el suelo. Gran sorpresa se llevó cuando vio que en los aires un cuervo se alejaba con la espada en sus garras. Instantáneamente otro cuervo se acercó para ayudar a su compañero con el peso de la espada.

—¡Mi espada! —gritó desesperado.

En esos instantes recordó que había prometido no perder la espada. En su afán por intentar recuperarla, se desprendió de su mochila para correr tras el cuervo que llevaba la espada. Pero algo igual de extraño sucedió: varios cuervos descendieron sobre la mochila, y sujetándola con sus garras se la llevaron consigo.

—No, déjenla —gritó el niño. Pero lógicamente los cuervos no le hicieron caso.

A pesar de todo lo que estaba pasando, Max no pudo evitar sentir gran admiración. El resto de los cuervos que aún los atacaban, dejaron de hacerlo y se alejaron en pos de sus compañeros.

—¡Oigan, no se vayan, regresen con mi mochila! —Pero fue inútil.

Max se dispuso a correr detrás de los cuervos, que se dirigían hacia el este. Pero pronto se perdieron entre los árboles. Al menos de momento, decidió desistir en su persecución.

Se sentía como un tonto. Había sido despojado de sus cosas por unos cuervos. Estaba con la mente perdida en que se habían llevado sus pertenencias que ni siquiera se había percatado de que tenía varios picotazos y arañazos en los brazos, además de que le habían dejado gran parte de la ropa rasgada. Su rostro se había librado de los cuervos de milagro. Jennifer estaba sentada en el suelo y parecía a punto de llorar, también estaba arañada y tenía la ropa rota. Por suerte ella aún conservaba sus cosas. Max no veía ninguna lógica en lo que había pasado.




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