La búsqueda del fénix dorado

9) La historia del trol y la Flecha Roja

Cuando Max despertó se encontraba en una celda, cuyo piso, techo y tres lados eran de tierra, sólo el lado en el que se encontraba la puerta era de metal. En frente y a los costados había más celdas, esto lo constató cuando asomó la cabeza por los barrotes. Los únicos prisioneros que había eran él, Jennifer y un tigre que estaba en la celda de enfrente. Esto le sorprendió muchísimo, ya que nunca había imaginado encontrarse a un tigre como compañero de encierro.

Jennifer estaba dormida, recostada en una tosca cama, misma cama en la que él yacía cuando despertó. No sabía si Jennifer dormía por cuenta propia o producto de un dardo, así como lo habían adormecido a él.

Mientras yacía allí, parado frente a los barrotes de la celda, una ola de frustración lo invadió. Había decepcionado a su abuelo al ser atrapado por los duendes. Sin duda alguna su abuelo iba morir, él no podía hacer nada. Yacía allí, atrapado en una celda, sin sus armas y sin sus mochilas, sin ninguna posibilidad de escapar. Ver a Jennifer dormir tiernamente, era lo único que le hacía sentir un cierto vigor por vivir. Había arrastrado a Jennifer con él a aquella tonta aventura ¡Qué estúpido había sido al creer que todo sería fácil! Tenía que pensar en algo para salir de allí, si no por su abuelo, siquiera por Jennifer.

Momentos más tarde, Jennifer despertó.

—¡Ya despertaste! —dijo mientras se incorporaba.

—Hace un rato —le informó Max.

En aquellos momentos el tigre se acercó a la luz de las antorchas y Max lo pudo observar mejor. Desde la noche anterior había reparado en que ya no tenía la visión nocturna de la que había disfrutado cuando asaltaron la cueva del dragón junto al mago Sam. Max examinó con más detenimiento al tigre, el cual estaba muy flaco, si se lo hubiera propuesto hubiera podido contarle las costillas. Una cicatriz muy fea le cruzaba la cara.

—¿Por qué crees que lo tengan? —curioseó Jennifer acercándose a Max.

—No lo sé —dijo Max—. Supongo que lo atraparon por invadir sus dominios —concluyó con una mota de sorna.

Jennifer rió con tristeza.

—Nunca pierdes el sentido del humor, Max —comentó.

—Es lo único que no me pueden quitar —puntualizó con nostalgia.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí, Max? —preguntó la niña, como si Max supiera la respuesta— ¡Tengo miedo!

—Yo también. Pero no te preocupes, saldremos de ésta —afirmó mientras abrazaba a la niña y depositaba un cálido beso en su frente. La niña abrazó con fuerza a Max y se recostó sobre su hombro.

—¡Tengo muchísimo miedo, Max! —confesó Jennifer sollozando.

—Lo sé, lo sé. Pero saldremos de aquí, te lo prometo —intentó tranquilizarla Max mientras la abrazaba y acariciaba su cabello—. Lamento haberte metido en esto, Jennifer.

—¡Pero qué tonterías dices! Yo quise venir contigo ¿Recuerdas? No tienes nada que lamentar —dijo la niña sin dejar de llorar sobre el hombro de Max.

—Pero yo debí oponerme a que vinieras. Fui un egoísta, en lugar de decirte que no vinieras me puse feliz con tu decisión, pero fue porque creí que no tendríamos que pasar cosas como éstas.

—¡Oh, el amor! —dijo una voz ronca no exenta de sarcasmo.

Max y Jennifer se volvieron hacia el lugar del que había salido la voz. Era el tigre quien había hablado. La cicatriz que tenía en el rostro brillaba a la luz de las antorchas.

—Nunca imaginé ver humanos en una jaula. Pero qué bueno que lo veo, ahora ya puedo morir en paz —dijo el tigre asomando el hocico por entre los barrotes.

 

—Yo tampoco imaginé encontrarme a un tigre como compañero de celda —replicó Max, mirando fijamente al tigre.

—¿Así que me puedes entender? —la voz del tigre era pausada y, a pesar del encierro, llena de arrogancia.

—Todo indica que sí —respondió Max.

—¡Vaya! —se sorprendió el tigre— Me alegro de tener compañía, creí que sería el único en pasar toda mi vida en estas jaulas.

—¿Cuánto tiempo tiene de estar aquí, señor tigre? —preguntó Jennifer secándose las últimas lágrimas.




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