El siguiente día los levantaron muy temprano. Medio adormitados los llevaron a un pequeña sala. Allí los esperaba un duende muy viejo, decaído, es más, incluso daba la impresión de estar muerto. Este viejo, extrañamente ágil para su aspecto, puso sobre ellos un hechizo, el cual servía para que no se alejaran más allá de donde tenían que ir a buscar al trol. Y que además, según les explicó el anciano, él podría sentir su presencia, lo cual serviría para dar con ellos en caso de que decidieran no regresar. A menos que murieran claro. En otras palabras, los chicos sólo tenían una opción para ser libres: encontrar la flecha roja. A Llosty también le aplicaron el mismo hechizo.
Después los llevaron a un comedor donde ya habían servido un suculento desayuno. Sin importar que carne fuera, los chicos comieron con apetito voraz. Tomando en cuenta, que, en los días futuros no habría muchas posibilidades de que fueran a disfrutar un festín como aquél. También llevaron con ellos a Llosty que, para sorpresa de Max y los duendes, también comió ávido.
Después del desayuno les regresaron sus armas y les dieron una bolsa con provisiones. Max se trabó la espada en la espalda. Jennifer hizo lo mismo con su arco y un pequeño carcaj con sus flechas, cortesía de los duendes. Los cuales también le ofrecieron más municiones para su arco, pero al notar la diferencia entre el arco de la niña y el tamaño de sus flechas, algo avergonzados, desistieron en su oferta.
Cuando salieron a la superficie el sol apenas asomaba la mitad de su circunferencia por el horizonte. Gran cantidad de duendes trajinaban de un lado para otro, sumergidos en sus quehaceres cotidianos. Quién sabe cuáles eran esos quehaceres. A lo mejor reparar sus casas-árbol era uno de ellos.
Llosty salió tras ellos. Llevaba puesta una correa, la cual era sujetada por varios duendes. Tras éstos, y al último, venía el jefe de los duendes. Cuando Llosty salió a la superficie, todos los duendes se sobresaltaron, unos incluso corrieron a ocultarse. A pesar del flacucho aspecto del tigre, aún los intimidaba. Los guardias prepararon sus cerbatanas por si alguien, ya fuera el tigre o los chicos, intentaba hacer algo estúpido.
—¡Esto es humillante! —se quejó Llosty al llegar al lado de Max.
—No lo dudo —admitió Max con una leve sonrisa.
—No te rías, que no es gracioso —reprendió el tigre—. Me gustaría ver si sonríes con una correa en el pescuezo.
—Tienen todo el día y la noche para llevar a cabo la misión —informó el jefe de los duendes—. De no regresar antes del alba de mañana, se procederá a buscarlos. Y más les vale que tengan una buena excusa si eso llega a suceder —concluyó amenazante.
—Haremos todo lo posible por llevar a buen término la misión en el tiempo estipulado —prometió Max.
—Que así sea.
Inmediatamente se pusieron en marcha, con el sol ya casi mostrando toda su circunferencia en el horizonte. Antes le habían retirado la correa al tigre, logrando con ello que otros duendes corrieran a ocultarse. No muy lejos, al norte, se vislumbraba la cima de la montaña a la que se dirigían. Desde su posición era imposible ver las colinas más pequeñas. En dichas montañas tenían que entrar en la cueva de un trol, buscar una flecha roja y regresar sanos y salvos. Era la única condición para que los duendes los liberaran y ayudaran.
Caminar al norte, cuando desde que partieron de Narlez lo habían hecho hacia el sur, produjo una sensación de desconcierto en Max. Tardaron al menos tres horas en llegar a las montañas. En el centro se encontraba la montaña más alta, alrededor de ésta había varias de diferentes tamaños. Todas cubiertas por una extensa vegetación.
Llegados al pie de las primeras colinas, fue Llosty quien se adelantó para hacer de guía. Empezaron a adentrarse a través del paso que había entre dos pequeños cerros. Recién adentrados en el paso, Max se percató en el cambio del ambiente. El aire era más pesado y sombrío. Un aroma, más bien fétido, inundaba el lugar. Un escalofrío recorrió el cuerpo del muchacho al recordar lo que le habían dicho un día antes sus amigos Jirafas: «Cosas muy malas pasan en ese lugar» y; «Los humanos que han puesto un pie allí jamás han salido con vida».
En su interior, Max rezaba para que pudieran cambiar eso.
—¡Son unos humanos muy valientes! —dijo Llosty mientras avanzaba sigiloso.
—Eso dicen —dijo Jennifer.
—Pero no entiendo ¿Por qué humanos pequeños llegan a estos lugares en los que muy pocas veces se ve a los de su clase?