Hay veces que solo necesitamos una cabaña en medio del bosque
La tranquilidad que pudiera desembocar aquel día era inexistente.
Acabo de llegar a un extraño suelo descampado, donde lo único que se puede ver a varios metros a la redonda no es nada más que una rústica casa, algo grande para mi gusto. El sonido del río susurra en mis oídos con tal indiferencia que el tambor que golpeaba mi corazón parece querer salírseme del pecho. Yo corro, avanzando pasos largos y veloces con la desesperación pisándome los talones.
La respiración se me entrecorta cada vez que volteo a ver si alguien viene siguiéndome. Alguien me persigue, lo sé, y el problema es precisamente que no tengo a dónde ir, el sudor frío acompasa en un solo ritmo los escalofríos que empapan mi espalda. Una corriente gélida y veloz baja a mis pies cuando alguien tira de mi cabello, suave, como si aquellos fantasmales dedos mugrientos de maldad se escurrieran entre el viento, confundiéndose con el ambiente tan pesado y gris.
Me encuentro entonces frente aquella casa, tan enorme que podría fácilmente vivir un batallón allí, como único lugar al que podía huir. Cruzo la patética vereda que se aplasta en el suelo como un intento de sendero hacia la residencia. Me acerco solo a ver, a mirar con detalle y a resguardarme de la lluvia bajo las losas que sobresalen del techo. Quiero tocar la puerta, llamar a alguien y pedir ayuda de aquel extraño que viene siguiéndome por horas. Incluso estoy por abalanzarme, una vez más, cuando se me ocurre entonces mirar por encima de mi hombro. Una silueta blanca y extraña camina detrás de mí, el rostro cubierto de una fina sombra que no lograba comprender. Me mira con sus ojos claros, tan tétricos que podrían haber traspasado mi alma para llevarme consigo al infierno.
“¡Permiso, tengo prisa!”
Alguien, esta vez un hombre mayor, de cabello oscuro y varias canas, cruza apresurado detrás de mí, empujándome en un desesperado intento por correr, ansioso y preocupado. Sus ojos rasgados es lo único que pude ver un segundo después cuando se atraviesa en mi camino, pasando por mi lado como si no me hubiese visto, como si yo no estuviera allí parado, en medio de una acera vieja y rota. Corre directo a la casa, mirando por detrás de su hombro y aminorando el paso a medida que se acerca a la residencia. Me quedo desconcertado en mi lugar sin entender qué está sucediendo. ¿Por qué no lo vi venir? Llevo horas esperando a que aparezca alguien a quien poder recurrir y de pronto…
Gente empieza a aparecer en el camino y eso me alivia. Siento la ridícula necesidad de acercarme a alguien y preguntarle por ayuda. Todo resulta extraño, sin embargo, como si de pronto acabasen de encender una luz y el cielo acabase de despejarse, iluminando el sendero. La luz de un auto se atraviesa en mi camino, los faroles brillándome en toda la cara de manera tan rápida que apenas tengo tiempo para hacerme a un lado. Mis manos frías suben hacia mi rostro, queriendo cubrir la luz que amenaza con cegarme. Es todo tan repentino que el rugido del motor logra desconcentrarme por completo. Y a metro y medio de distancia, el hombre que acaba de atravesarse en mi camino yace inmóvil en el suelo.
Nadie hace nada al respecto. Todos tienen la misma expresión en el rostro de felicidad, como si se tratasen de muñecos, fríos y de plástico. Caminan a su alrededor, algunos sonriendo, como si les hubiesen clavado las expresiones en el rostro con alfileres. Doy un paso hacia él, debatiéndome entre ayudar o continuar con mi huida que tan mal me sabía. Un retorcijón se clavó en mi estomago cuando me inclino hacia el señor, pares de ojos clavándose de pronto encima de mí, los pueblerinos deteniéndose abruptamente como si alguien hubiese presionado de pronto el botón de Stop. Todo se oscurece de nuevo y aquella sensación de desespero regresa a mí.
Alguien está detrás de mí, puedo verlo desde allí, sin necesidad de girar. Mis talones se flexionan para levantarme lentamente, deteniendo la respiración porque alguien, detrás mío, me sonríe como si se tratase de un muñeco atrofiado, una sonrisa sombría y maníaca se impone a mis espaldas. Doy un paso hacia delante cuando levanta la mano sin titubear, un hacha de hierro, y eleva el brazo más arriba de su cabeza unos instantes para luego bajarla con destreza hacía mí. Esa ridícula sonrisa psicótica no abandona su rostro, sin un leve cambio en su expresión las cejas relajadas y las aletas de la nariz se mueven ligeramente, completamente exaltado. Doy un paso hacia adelante, el cuerpo del hombre escurriéndose de mis dedos cuando una grave alerta se enciende en mi cabeza. Corro a pasos agigantados, mi corazón queriéndose salir de mi pecho en cualquier momento, si tan solo pudiese llegar…
La casa parece hacerse lejos, como si en lugar de acercarme, me estuviese alejando. La puerta se abre delante mío con tanta fuerza que parecd haber sido lo único real en aquel extraño lugar. No entiendo cómo logro llegar hasta allí, a resguardarme en esta cabaña, oscura y siniestra. Cierro con fuerza y apenas atino a ver una última vez al sujeto que me persigue. Está a pasos de distancia de la puerta, como esperado a que lo dejen entrar.
Me alejo de la puerta, mirando extrañado detrás de la ventana cómo, cinco segundos después, todo parece recomponerse. Tengo la respiración entrecortada como si de pronto me fuese a desmayar. Mis pulsos han bajado tanto me todo empieza a darme vueltas, tengo las manos y pies frías, el cuerpo helado y mi corazón latiendo desbocado como si acabase de terminar una extensa carrera. Retrocedo a pasos lentos, cuidadoso de no alejar la mirada de la aterradora vista que arrojan las ventanas viejas y desgastadas. La luz en algún rincón de la casa es apenas útil para ayudarme a ver mi silueta de que se contonea sobre el suelo. Suspiro y cojo aire, llenando mis pulmones tanto como puedo en un intento por calmar la maraña de nervios que llevo cargando durante horas. Y allí, recostado sobre la pared de madera consumida por los insectos, veo por el rabillo del ojo una mano larga y huesuda apoyarse sobre mi hombro.