Prólogo: La Melodía del Bosque
𝕮uenta la leyenda que hace muchos ciclos lunares, un joven príncipe se perdió en plena noche en mitad del Bosque Encantado.
El muchacho había salido a pasear por la tarde con su preciado corcel blanco, regalo de su padre por su decimosexto cumpleaños. Su caballo, de nombre Nieve, era una criatura dócil de crines doradas como los rayos del Sol y un reluciente pelaje blanco como la cal. Para el príncipe, Nieve no era simplemente un animal más de compañía, sino su compañero de aventuras y cacerías; y en más de una ocasión también había sido su confidente mudo y su amigo más leal.
Aquella tarde de finales de primavera, el joven había salido de cacería y se había entretenido persiguiendo un majestuoso ciervo dorado en las lindes del Bosque Encantado. Cuando lo perdió de vista, el galán se dio cuenta de que él mismo no sabía en qué parte del Bosque se hallaba. Perdido tal cual se encontraba, hizo numerosos intentos de buscar la senda principal que lo sacaría del verde paraje y lo devolvería a la ciudad, mas no consiguió hallarla.
Tras la caída del crepúsculo comenzó a refrescar, y los pálidos rayos del astro lunar se filtraron a través del denso ramaje de los altos y tupidos árboles, creando así una estela plateada.
«¡Oh, cómo desearía estar en casa, bajo el calor y la lumbre del fuego!» se lamentaba el muchacho, rogando en su fuero interno que ninguna bestia salvaje se le apareciese, pues no le quedaban más flechas en su aljaba para defenderse.
Desde lo acontecido en la Gran Guerra, había quedado terminantemente prohibido adentrarse en el Bosque Encantado más allá de sus lindes. Éstas marcaban el límite que separaba el reino de los humanos de Enchantia, el Reino Mágico de las Hadas.
Se decía en el reino que las hadas eran seres diabólicos capaces de matar a un bebé recién nacido con su propia risa; espectros errantes sedientos de sangre y envueltos en sombras capaces de cambiar el tamaño de sus cuerpos a su antojo, que derramando unas gotas de sangre podían destruir el amor verdadero más puro y noble que hubiese existido, y que mezclando sus lágrimas con la tierra consagrada del Bosque Encantado podían provocar las peores pesadillas y hacer que nunca más volvieses a dormir.
Tal vez el príncipe no tenía que temerles a las bestias salvajes del Bosque, después de todo lo que se contaba sobre las hadas. Y ahora, él estaba en sus dominios.
«¡Cómo desearía tener un plato de comida caliente que llevarme a la boca, y un lecho esponjoso en el que apoyar mi dolorido cuerpo!».
Fue en ese instante cuando el joven escuchó una suave melodía. Era dulce, tierna y hermosa; una sintonía perfecta para sus oídos. En el palacio había escuchado los bonitos cantos y poemas de las jóvenes doncellas enamoradas y los épicos cantares y recitares de los intrépidos juglares, mas ninguna canción se le asemejaba a la melodía que en aquellos momentos estaba escuchando. ¡Y la voz! Era preciosa, indescriptible. Dudaba mucho que una garganta humana pudiera emitir esa brillante armonía. Dudaba, incluso, que un oído humano la hubiese escuchado antes que él.
El apuesto muchacho siguió el sonido de la hermosa melodía y caminó bajo un cielo cuajado de estrellas donde la Luna Llena brillaba en su máximo esplendor. Sus pasos se detuvieron en cuanto llegó a un pequeño claro descubierto del vasto ramaje de los árboles. Allí, en mitad del claro y bajo los áureos rayos lunares se hallaba un gran sauce blanco, tan pálido y brillante como la propia Luna. Su tronco, semejante al mismísimo marfil, sostenía numerosas ramas que se alargaban y enrollaban como venas en un cuerpo humano, de las cuales brotaban finas y alargadas hojas albinas que caían en cascada y se mecían delicadamente al compás de la suave brisa. Multitud de luciérnagas revoloteaban entre sus delicadas hojas, deslizándose al son de la melodía; y rodeando al majestuoso árbol desde el césped, numerosas setas multicolores creaban alrededor de él una circunferencia perfecta.
El joven príncipe estaba deslumbrado al observar tanta belleza. La gloriosa hermosura del paisaje superaba incluso la de las joyas de su propia Ciudad de Diamantes.
Y entonces la vio.
Era ella.
Estaba subida encima de la rama más alta del sauce, casi rozando su copa. Su delicado cuerpo, esbelto y grácil y tan blanco como la leche, se balanceaba rítmicamente de lado a lado en pos de la melodía que sus carnosos labios emitían. Una densa cascada de cabello rojizo semejante a rubíes ocultaba su notable desnudez; enredándose éste entre las ramas del blanco sauce y desperdigándose sobre la alfombra vegetal. Un par de enormes alas cristalinas de mariposa surgía de su espalda. Largas y perfiladas pestañas oscuras se deslizaban por sus párpados, suavemente plegados.
—Eres perfecta —pronunció por vez primera el príncipe, interrumpiendo la magia del momento, y con ella, la emotiva melodía.
La joven Ninfa plegó sus rosados labios y abrió los ojos, tan verdes como el mismísimo Bosque y tan brillantes como esmeraldas. Su mirada se posó sobre la figura del apuesto joven, examinándolo atentamente.
—Ven conmigo, mi hermosa Ninfa del Bosque. Levántate; álzate de tu cama de sauce y estrellas, y vuela. Ven conmigo, mi amada Ninfa. Ven conmigo más allá del Bosque Encantado.
Ni siquiera supo cómo o por qué había pronunciado aquellas precipitadas palabras; solo sabía que la Ninfa del Bosque debía ser suya, fuera como fuera. Mas, la joven hada solo se limitó a sacudir la cabeza tres veces, volvió a cerrar los ojos y reanudó su mágico canto. En esta ocasión, le pareció escuchar al príncipe otra entonación, que iba especialmente dirigida hacia él: