La casa bajo tierra (un cuento oscuro, #0.8)

8

Esa historia siempre la hacía sonreír. Sobre todo porque sabía lo que ocurría después. Ahí, en esa secuela, ella era la protagonista.

Nunca le habían contado a nadie lo que había ocurrido y jamás lo harían. Rhiannon no se avergonzaba ni se arrepentía de lo que había hecho, pero sabía que las consecuencias de dejarse llevar y de cobrarse su venganza no solo las pagaría ella.

Aunque eso ahora tampoco importaba demasiado. Todo Elter estaba pagando las consecuencias de una guerra que casi nadie había vivido y que solo recordaba por los libros o por los cuentos. Pero aquella situación cambiaría. Rhiannon estaba segura de que eso ocurriría, aunque no sabía cuándo. Puede que ni siquiera viviera para ver ese momento. Pero si se descubría, la Casa de la Sombra y la Niebla sufriría por ello, aun si solo quedaban cenizas que arrasar. Los feéricos eran lentos olvidando y se tomaban su tiempo para saldar sus cuentas pendientes de la manera más creativa y dolorosa posible.

Rhiannon aminoró el paso cuando el bosque comenzó a hacerse menos denso y los caminos tomaron forma definida. Echó un vistazo al cielo sobre su cabeza, intentando vislumbrar alguna figura alada patrullando la zona. Abrió sus sentidos para percibir las posibles amenazas que tuviera cerca.

Nada. Silencio sepulcral. Sombras conocidas e inmóviles. Un tenue olor ácido y desagradable, como a podrido, el típico de los neònach. Nada más.

Rhiannon siguió avanzando despacio. Con el paso de los años, los sidhe y los neónach se habían vuelto más confiados. No tienen razones para que fuera de una manera diferente. Los únicos que todavía prestaban resistencia ocasionalmente eran los feéricos de Tierra de Nadie. Los fae… los fae se habían rendido mucho tiempo atrás.

Era una realidad que nadie expresaba en voz alta. Ni siquiera Rhiannon se atrevía a pensarla. Pero eso no hacía que fuera menos cierta.

La silueta de la pequeña ciudad apareció ante ella por fin, por lo que Rhiannon apartó esos pensamientos. Que el número de guardias y centinelas fuera más reducido no significaba que no los hubiera.

Se había desviado un par de kilómetros de su destino, pero esa noche había sentido la necesidad de acercarse a aquella ciudad de edificios marrones y tejados de pizarra negra. Hacía semanas que no se dejaba caer por allí y la idea de no encontrase a quién había ido a visitar le encogía el estómago dolorosamente.

Él siempre estaba despierto cuando Rhiannon se adentraba en los túneles de aquel lugar, sin importar lo tarde que fuera. A ella no le sorprendía, pero sí la inquietaba. Su poder latía con más fuerza por las noches, y si alguien lo notaba, si alguien descubría lo que era…

La ciudad estaba en silencio cuando Rhiannon entró en ella. Se movió con pasos ligeros y mudos por debajo de los aleros de los edificios y de los toldos raídos de las tiendas. Se detuvo un par de veces al percibir la cercanía de alguna criatura. La mayoría de las que patrullaban las calles tenían aquella apariencia grotesca de lobo sin pelo. Otros eran similares a ardillas que reptaban por las paredes de los edificios como lagartos. En ocasiones, algunos neònach con aspecto de wyvern sobrevolaban los cielos de Elter, grandes como barcos de guerra. Aquellos seres molestaban especialmente Rhiannon, no solo por lo peligrosos que eran, sino porque le parecían una terrible aberración de los verdaderos wyverns, criaturas majestuosos y respetadas.

Con cada paso que daba, su corazón latía con más fuerza. Tenía miedo; miedo de que él ya no estuviera, de que su cuerpo hubiera sucumbido a las duras condiciones de la esclavitud. Miedo a que lo hubieran descubierto. O a que él mismo se hubiera descubierto.

Con suerte, el hambre y el agotamiento serían suficientes como para que no manifestase su poder. Era un pensamiento desagradable, pero era lo mejor en aquel momento. Para él y para la Casa de la Sombra y la Niebla.

Cuando llegó a la entrada de los túneles de la ciudad, Rhiannon se detuvo e intentó percibir algún atisbo de poder más intenso. Una pulsación que no se correspondiera con la del poder natural de la Casa, el que envolvía aquella tierra como si se tratase de una fina pátina de polvo.

Nada. Aquello no era necesariamente una mala señal. Pero tampoco era del todo buena.

Con el corazón en un puño y el recuerdo de cómo había llegado a conocer a Cormac latiendo dentro de su cabeza, Rhiannon se escurrió como una mancha de tinta entre los guardias sidhe que custodiaban la entrada.



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En el texto hay: inmortales, fae

Editado: 07.10.2022

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