La casa bajo tierra (un cuento oscuro, #0.8)

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Si había algo que le gustaba más a Rhiannon que embarcarse en una aventura, era hacerlo cuando estaba a cargo de su hermano y meterlo en problemas. No porque no lo quisiera, sino porque lo divertía verlo encogerse delante de su madre cuando esta lo regañaba. En esos momentos, lo treinta centímetros de diferencia entre madre e hijo desaparecían y él no aparentaba ser mayor que Rhiannon.

No recordaba cómo había logrado escabullirse de su hermano, solamente el largo tramo de escaleras de mármol ante ella. Las vetas negras parecían pequeñas serpientes guiándola hacia el rellano del siguiente piso. Rhiannon las siguió entusiasmada, saltando de un escalón a otro.

Por aquel entonces le encantaba el palacio de la Sombra y la Niebla. Para ella era como un inmenso laberinto, igual que los jardines que se extendían detrás de este. Un laberinto lleno de monstruos acechando en cada rincón, pero a Rhiannon no le daban miedo. Nunca le harían daño. Sus padres y su hermano no lo permitirían. Y ella tampoco.

La Rhiannon de la actualidad siempre esbozaba una sonrisa melancólica cada vez que se acordaba de aquella niña ingenua.

Un largo pasillo se extendió ante ella. Los tapices colgaban de las paredes, bordados en colores oscuro y cubiertos por una pátina de vejez elegante. La pequeña era consciente de que las escenas que representaban eran cruentas, pero tampoco le daban miedo. Ella quería verse a sí misma representada algún día en uno de aquellos tapices. Le gustaría ser la primera mujer entre todos aquellos hombres que se habían ganado el honor de permanecer inmortalizados para siempre en aquellas imágenes.

Comenzó a avanzar despacio, su mirada saltando de un lado a otro del corredor, entre los tapices y las puertas. Nunca había entrado en ninguna de las estancias que había al otro lado. Lo único que sabía de ellas era que allí se llevaban a cabo reuniones importantes en las que una niña de su edad no debería estar. Eso las hacía todavía más interesantes.

Se detuvo delante de una puerta que en apariencia no tenía nada de especial con respecto a las demás. Salvo por el poder que emanaba de ella, intenso y atrayente, como el olor del desayuno por la mañana, lo único que conseguía que Rhiannon saliera de la cama a una hora decente.

Tuvo que ponerse de puntillas para poder llegar a la manilla de la puerta. Esta se abrió con un chasquido y ante ella apareció una estancia, amplia, sencilla y majestuosa, como todo en el palacio. Sus ojos repararon en el tapiz que había justo en la pared enfrentada a la puerta, encima de una chimenea apagada. En él se veía un hombre fae de cabello claro de rodillas, con una espada reposando en sus manos abiertas y con la cabeza baja en señal de sumisión. Una luz blanquecina iluminaba su figura, pero las facciones de su rostro no eran reconocibles. Estaba rodeado por sombras alargadas, similares a serpientes, y una niebla espesa que se curvaba a su alrededor como si estuviera viva. Debajo de las rodillas del hombre, podían verse flores de color azul oscuro, destacando entre los tonos oscuros del resto de la escena.

El primer Maira. El primer elegido por los dioses en su familia.

Rhiannon se quedó mirando aquella estampa largo rato, sus ojos negros atentos a cada detalle de la escena. A pesar de tener solo cuatro años, Rhiannon sabía lo que estaba ocurriendo y su trascendía. Había aprendido la importancia de quién era antes incluso que a escribir su nombre.

Cuando consiguió apartar la mirada del tapiz, su atención fue a parar al escritorio que había delante del gran ventanal a su derecha. Camino hacia él con pasos ligeros y se subió a la silla para poder ver lo que había sobre la madera barnizada.

Papeles. Un montón de papeles pulcramente ordenados, un tintero con su pluma estilográfica al lado y un mapa con lo que Rhiannon suponía que serían los nombres de las Casas, sus capitales y demás lugares importantes. También había un pequeño retrato enmarcado, hecho con acuarelas, en el que se podía ver a Lea con Rhiannon en el regazo y a Keiran a su lado, todos sonrientes y felices. 

Rhiannon tomó nota mental de pedirle a su madre que volviera a pintarlo. En aquel retrato parecía un bebé y ella no lo era.

Se sentó en la silla, con la espalda apoyada en el respaldo, las manos sobre los reposabrazos y las piernas colgando por el borde del asiento, balanceándose despacio. Aquella silla era tremendamente incómoda, pero no a Rhiannon no le disgustada.

Miró los papeles delante de ella intentando emular el gesto serio de su padre. ¿A eso se dedicaba todo el día, a estar allí encerrado leyendo un montón de documentos aburridos y mapas y cuentas mientras se perdía todo lo que había detrás de las paredes de su despacho?

El gesto de Rhiannon se intensificó, más sincero en esta ocasión. Tanto sacrificio, tanta dedicación…

─ ¿Qué estás haciendo aquí, Rhiannon?

La pequeña dio un salto en el sitio. Uno de sus pies golpeó la mesa y el tintero se balanceó peligrosamente, pero no llegó a derramar su contenido.

Sus ojos se desplazaron hasta la puerta, la cual no había escuchado abrirse ni cerrarse. Porque lo más probable era que no hubiera hecho ninguna de las dos cosas. Su padre no lo necesitaba. Ensimismada en sus pensamientos, Rhiannon no había sentido el cosquilleo de poder que anunciaba su llegada en forma de humo capaz de traspasar la madera sólida de la puerta.



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En el texto hay: inmortales, fae

Editado: 07.10.2022

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