La noche había sido inmensamente estrellada. El cielo mostraba tonalidades en claroscuro que Ada jamás había visto desde que llegara al hemisferio sur.
Al partir de Buenos Aires, Julia y Andrés las habían despedido. Luego se habían quedado en el andén hasta que el colectivo dejó atrás la terminal de ómnibus de Retiro. Dentro del inmenso móvil, encontró los lugares que les correspondían y sentó a Nico mientras se ocupaba de colocar un bolso entre ellas. Allí tenía todo lo que Nico necesitaría durante el viaje y más, esperó. Hacía calor, pero igual tapó las piernitas de la niña con una manta fina. Le quitó el sombrero que le cubría los rizos y lo guardó en el bolso.
De pronto se dio cuenta de que varios viajeros las miraban. Ella se había puesto un vestido sencillo beige con un cinturón marrón y zapatos a juego con tacón de corcho. Llevaba una camisola en colores, un sombrero con un pañuelo floreado y grandes lentes oscuros. Pensaba que se había vestido discreta, pero las miradas de los otros le devolvían una negativa.
Las mujeres, especialmente las madres, miraban a la niña que se sentaba al lado de esa modelo de revistas. Parecía ser una pequeña modelo ella también: sonrosada, con los bucles atados en dos colas y con un vestido rosa lleno de puntillas. Ante esas miradas celosas, Ada sintió orgullo. Su hija era realmente una muñeca. Que además se portara bien era un plus con el que no todas las madres del colectivo podían contar.
Las miradas de los hombres apenas se detenían en la niña y se quedaban colgadas de la madre. Intentando parecer indiferente a la atención que les prestaban, Ada se quitó las gafas y el sombrero y los guardó en el bolso. Cuando Nico se cansó de hablar con su muñeca, pidió un cuento y se recostó sobre su madre. La noche llegó temprano para ellas.
Un sonido constante arrancó a Ada de las garras de Morfeo. Le tomó unos segundos ubicarse en tiempo y lugar. Detrás suyo, un hombre que no podía dormir repiqueteaba con el zapato sobre el piso del colectivo. Ada lo miró y le hizo señas para que abandonara su molesto pasatiempo.
Fue entonces cuando vio el cielo por la ventanilla. Acomodó a Nico sobre su regazo y se dedicó a mirar la clara oscuridad que cubría todo el paisaje. Encontró todas las estrellas que no se podían ver en el cielo en brumas de Buenos Aires. Y se enamoró de ese lugar tanto como antes se había enamorado de la bruma en Nebelhaus. Se dijo que habían estado acertadas al llamar a su casa Sternenhaus, la casa de la estrella. Pero habían estado equivocadas en algo: la estrella no guiaría a Nikolaus hacia ellas, sino a Ada y Nico hacia él. Porque conocerían el lugar donde él creció, donde trabajó, donde existió como Niko Graf y no bajo el disfraz de Johann Weimann. Quizás alguien les contaría anécdotas sobre él y quienes vieran a Nicole, verían en ella la estampa que el amor de Niko había impreso en su ser.
La historia contaba que un colonizador de apellido Jaimes había fundado en su estancia un oratorio de nombre Estancia de San Antonio de la Capilla del Monte, sobre una pequeña colina. A partir de ella, una aldea de ranchos y campos empezó a formarse, y a ser llamada Capilla del Monte.
Allí bajaron del colectivo, Ada y Nicole. Lo primero que vieron fue que eran dos personas fuera de lugar. Pero esto a Ada no le importó. Se colgó el bolso que habían llevado entre los asientos, tomó la valija con una mano y estiró la otra hasta tomar aquella redondeada de su niña. Una mujer salió de una casa a su encuentro. Usaba un vestido desgastado y un delantal. En los pies llevaba alpargatas. Ada vería que la mayoría de las personas usaba ese tipo de calzado allí.
—Buenos días, doña. ¿La ayudo? Traiga a la niña, debe tener sed.
Le hizo señas para que la siguiera. Ada agradeció con una sonrisa que iluminó el lugar. Ya empezaba a sentirse el calor del verano. Allí era seco; la brisa constante revoloteó los cabellos de Ada.
—Muchas gracias, señora. Esta es mi hija, Nicole. Yo soy Ada, Ada Graf.
—No puede ser de los Graf. Tienen una sola hija mujer y es mayor que usté. Ni siquiera vive por aquí. Se fue.
—Mi marido es Nikolaus Graf —dijo y el miedo le hizo temblar la voz. Temía a la respuesta.
—¿Niko? ¿Ese Niko? Pues entonces tendrá que ir a la estancia Graf, señora. Mi hijo Ulises puede llevarla. —Hizo una pausa—. Por unas monedas, por su puesto.
—Claro, muchas gracias, señora. Muchas gracias por el agua para mi hija. ¿Cuándo podremos ir a la estancia Graf?
—Ahura mesmo si usté quiere. —Hizo silencio y de pronto—: ¡Ulises! Deja de andar vagueando y lleva a la señora a la estancia Graf.
Mientras su madre agradecía, Nico miraba las gallinas. Les temía. Ada se sentía igual frente a aquello que iban a encontrar. La señora no le había dicho nada sobre la gente en la estancia Graf. Quizás esperaban que ella llevara la noticia de que Niko no volvería.
Ulises las dejó en la entrada de la estancia, donde dio vuelta con el carro y el caballo y desapareció levantando tierra. Nuevamente, Ada tomó los bolsos y a la niña de la mano. No estaba absolutamente para nada lista para lo que iba a pasar pero igual traspasó la tranquera y siguió por el camino hacia la casa. Hizo palmas y esperó, pero nadie salió a recibirla. A lo lejos, veía hombres a caballo manipulando ganado en un corral. Uno de ellos tenía un solo brazo. Al no ver a nadie cerca de la casa, dejó los bolsos en el camino, aupó a Nico y se acercó lentamente hacia corral. Seguramente, alguno de los hombres le daría indicaciones.