La casa de la niebla había sido llamada así por los anteriores propietarios. Sus derechos sobre la vivienda y los patios traseros se remontaban a los años de la fiebre amarilla (entre 1852 y 1871), cuando las familias acomodadas huyeron de la peste en San Telmo y se instalaron en sus casas de veraneo en San Isidro.
Cuando herr Müller hizo la propuesta para comprar la casa, esta se encontraba en un estado lamentable, además de haber estado cerrada por años. Los primeros contratistas limpiaron los jardines delantero y trasero, aunque dejaron parte de la enredadera que crecía abrazando la reja delantera. El objetivo era crear una atmósfera que mezclara el duelo, la fantasía y el miedo, para evitar que ninguna persona no invitada cruzase las puertas de entrada.
Nebelhaus era el nuevo nombre de la casa. Significaba «la casa de la niebla» en alemán. Porque a partir del momento en que herr Müller la había elegido, la casa había pasado de ser española a ser alemana. Incluso con los detalles andaluces en el patio central, las flores modeladas en las paredes y las lámparas de colores en cada estancia.
Inés Leman fue la primera en llegar a trabajar a Nebelhaus. Lo hizo durante la época de refacciones, tiempo en que se comportó de manera eficiente como el ama de llaves que custodiaría la casa. Luego vinieron dos mucamas: Gerda y Freya, dos hermanas descendientes de los países nórdicos aunque sus apellidos eran, misteriosa y graciosamente, García Altamirano.
Cuando se dio por finalizado el contrato de las hermanas, herr Müller cumplió su parte del trato y las ubicó para que trabajaran en el Hotel Llao Llao, en San Carlos de Bariloche. El hotel estaba en medio de la Patagonia virgen y se había vuelto a abrir después de un gran incendio en 1939 que había destruido por completo el edificio de madera. Con un trabajo allí, las hermanas tendrían la oportunidad de codearse con la aristocracia internacional y la crème de la crème de la sociedad argentina. Que estos encuentros terminaran en un matrimonio, eso era algo que quedaba en manos de las muchachas.
El enfermo jadeaba, sentía ardor en los pulmones y dificultad para respirar. «Debemos llevarlo a un hospital», insistía el doctor Schmidt. Él trabaja en el Hospital de Agudos Dr. Cosme Argerich, en el barrio de La Boca. Llevarlo consistiría en una tortura para el enfermo, quien ardía de fiebre y estaba al borde de la deshidratación. No llevarlo era firmarle la sentencia de muerte, pues la gangrena se iba tornando en septicemia. Si eso llegaba a ocurrirle, nada podría salvarlo.
La señora Rosa era una mujer práctica aunque un poco supersticiosa. Eso sumó puntos en el momento de tomarla como empleada en Nebelhaus. Además, sus nietos ya estaban crecidos y ella se sentía un poco inútil, en la soledad de su retiro. En la casa de la bruma volvería a vivir. Y volvería a creer en todo lo sobrenatural y en todo lo natural, como fue el bebé llamado Nicole.
El señor Denver también era un hombre retirado. Toda su vida había trabajado en la venta de repuestos y autopartes, en la zona de la Avenida Warnes, por Villa Crespo. La propuesta de trabajo le había llegado como llega un regalo a quien ya no cree en los Reyes Magos: aprisa, de un momento a otro. Vivía en una pensión que no tuvo reparos en dejar con tal de encontrar nuevas aventuras como chofer designado de un empresario alemán. Lo que encontró en el camino fue mucho más que solo trabajo.
Ada Fiore siempre había sido especial. Estudiaba para secretaria en las Academias Pittman, en la seccional de Callao. La tenían en vista hacía tiempo, pues era una joven extremadamente hermosa y, lo más importante, en demasía discreta. Trabajaba en el café del molino y todos jurarían que era una niña mimada que estaba jugando a ser grande. Pero él, que la había seguido tantas veces, supo que nada estaba más alejado de la realidad. Ada Fiore vivía en San Telmo, en un conventillo junto a otras familias de inmigrantes italianos. El acento que fingía lo copiaba de las muchachas con las que estudiaba. Y realmente le salía bien.
De pronto, la vida de Ada tuvo un revés. El malnacido de Giuseppe había conseguido lo que no debía y la había dejado para irse a trabajar al sur. La había dejado sola y embarazada. Esta situación, sumada al pedido que Ada había hecho a la secretaria de la academia por un puesto de trabajo, hubo de cambiar su suerte. Prepararon todo para que una mujer en su condición viviera en la casa y le dieron un contrato y un acuerdo de confidencialidad para firmar. Como Müller y Weimann suponían, la muchacha firmó y se mudó cuanto antes.
Cuando herr Weimann entró por primera vez a Nebelhaus, el servicio completo lo esperaba. Se le acercó una mujer alta y seria, con el cabello entrecano en un rodete. Supuso que era fräu Leman. Ella se lo afirmó con su actitud, que desplegaba como si lo conociera desde años atrás.
Días después, bajo la esperanza de que Müller no notara sus segundas intenciones, recogió a la secretaria Ada Graf por el conventillo de San Telmo y la condujo en su VW Beetle hasta San Isidro. Era el 18 de marzo de 1943 por la mañana. El alemán sintió que, como Johann Weimann, podía empezar una nueva vida.
Era agosto de 1945 en la ciudad de Buenos Aires. Un agosto que escondía todo y dejaba entrever muy poco. Habían mudado el enfermo al hospital Argerich, con los arreglos necesarios hechos por el doctor Schmidt. El anciano había ingresado al enfermo con las credenciales de un soldado conscripto. Nadie sospecharía el engaño ya que, por una gran cantidad de dinero, el soldado se había ido a pasar su tiempo bajo bandera en un destacamento de San Carlos de Bariloche.
En resumen, ahora el enfermo se llamaba Ignacio Rojas y había sido disparado en una balacera entre policías y mafiosos en los muelles donde trabajaba. No había salido ninguna noticia en el periódico que diera cuenta del hecho porque la policía tenía los contactos necesarios para que los medios publicaran solo su lado bueno. A pesar de la historia inventada, finalmente el doctor había movido todos sus contactos y el ciudadano Rojas quedó a su cuidado en la Unidad de Tratamiento Intensivo.