El otro día un amigo de la infancia me contaba con añoranza que había pasado por la puerta de su antigua casa natal y casi no lo había reconocido. Él se mudó del barrio al iniciar su adolescencia y los nuevos dueños decidieron ir transformándola a su gusto con el tiempo, cosa que me parece totalmente lógica. Esa sensación de extrañamiento que sintió él, sinceramente ni yo, ni ninguno de los chicos del barrio la sentimos nunca, porque una vez que él se mudó, esa casa dejó de estar en nuestro mapa de juegos. Pasó a ser solo una casa más de la cuadra.
Sin embargo, pasados unos días noté que su comentario me había reconfortado de cierta manera indirecta. Me sentí afortunado por tener a mis padres viviendo todavía en la misma casa donde yo crecí junto a mis hermanos. Y cuando digo “la misma casa” no me refiero solamente a la dirección postal; quiero decir que esa casa tampoco tuvo grandes refacciones, ni ampliación de espacios, ni renovación de pisos, ni cambios de rejas, nada. A lo sumo una mano nueva de pintura cada cinco años, ¡pero siempre del mismo color inclusive!
En ese patio aprendí a caminar, hace ya más de cuarenta años, y cuando voy de visita todavía encuentro el tapialcito que me ayudaba a darme seguridad en esos primeros pasos, tal como lo documenta una amarillenta foto en el álbum familiar.
Mis padres siempre cuentan que cuando estaban de novios vivían en un departamento céntrico, pero que con llegada de los hijos decidieron mudarse a esa casa grande, con tres habitaciones y un patio con pasto y árboles añosos para que sus niños crecieran fuertes y entretenidos. Y así fuimos creciendo y así también nos fuimos de ahí, a armar nuestras propias familias.
Con la llegada de mis propios hijos, mi casa natal pasó a ser “la casa de los abuelos” y ahí creo que encontré el verdadero tesoro que escondía.
Visitar la casa de mis padres junto con mis hijos es un reverdecer de mi infancia. Hay mucho por compartir allí, por ejemplo, cuando mi hijo mayor se queda a dormir ahí, duerme en mi antigua pieza, en mi antigua cama, entonces puedo adelantarle las sombras que verá por la noche o los ruidos que escuchará de la persiana del fondo, para que no tenga miedo.
Y no solo eso, también puedo legarles los accesos a mis escondites secretos, enseñarles la manera más rápida de trepar al sauce de la vereda o revelarles la ubicación de una canilla oculta donde inflar los bombuchas y atacar por sorpresa en carnaval.
Es mágico ver cómo junto a sus primos, redescubren nuestros juegos; o se maravillan con las herramientas antiguas en sus excursiones al galponcito del fondo; reeditando sueños, gritos y carcajadas tantos años después.
Ese patio tiene langostas, tiene lombrices, tiene ranas, tiene naranjas y limones, pero sobre todo tiene una magia familiar que hoy en día ya se remonta por generaciones.
Es imposible no encontrar en esa casa un punto de referencia, un sentimiento de pertenencia. La permanencia como arraigo, la tranquilidad de lo conocido, de la constancia. Como constante es el amor que nos brindaron a nosotros, sus hijos, y que ahora les brindan a nuestros hijos, sus nietos.