Capítulo I: 3.

Agnis estaba en su cuarto y se encontraba, de cierta manera, desconcertado, pues a qué se refería su madre con «¿Qué esculturas angelicales?», posiblemente no las había visto, pero ¿cómo no iba a notar lo que es intensamente llamativo a los sentidos? Bueno, de todas maneras, mañana Agnis a primera hora estaría listo, preparado para indagar la existencia de tales esculturas.

Con los ojos entrecerrados, Agnis visualizó de manera vaga, confusa a una mujer con su cabello completamente oscuro cubriendo su rostro, vestida de un gran velo totalmente blanco, pero no lo suficientemente diáfano. De inmediato, Agnis se despertó por completo e intentó focalizarse en el espejo donde había visualizado a tal mujer.

De improviso, sintió que lentamente un cuerpo se movía bajo su estático edredón. Poco a poco el cuerpo sin procedencia se acercaba a la parte frontal de Agnis, quien estaba fijamente determinando de manera prolija dicha moción acontecida. Cuando el cuerpo estuvo lo suficientemente cercano a Agnis, este levantó su edredón y se focalizó precisamente en lo que hubiera allí: no encontró nada.

Bajó su edredón… Había encontrado la cara de dicho cuerpo: se podía notar que tenía una lengua demasiado extensa, unos dientes puntiagudos, una piel rasgada, desgastada y una mirada tétrica. Lo que fuese que hubiese sido, la había encontrado y podido detallar. La gran lengua extensa, afilada de la mujer se pasó lentamente con suavidad voraz por la superficie cutánea de Agnis, quien se encontraba en una conmoción plenamente estática, inamovible.

Se despertó íntegramente espabilado, encontró que su madre, Rose, lo estaba acariciando con lentitud, pero con cierta suavidad y ternura. Se había dado que todo (posiblemente) era un sueño, que apenas había amanecido y que tenía muchas suficientes preguntas que deberían ser respondidas o, por lo menos, indagadas. «¿cuál es, en realidad, la diferencia entre el sueño y la vigilia?», con una pequeña sonrisa irónica pensó Agnis.