Franz Kirchner, conocido entre los pueblerinos como Frankie. Esperaba a por Greta quien traía las herramientas para pescar. Su mano, áspera y poco amigable, sostenía de la caña. Los días del verano eran los favoritos para Greta y Frankie era quien mejor sabía. Ese día era reservado para pescar, y si Dios era bueno, como prefería decir a fin de ocultar el pesimismo; agarrarían una buena pesca.
Greta se hallaba en el desván y en ese entonces vaciaba el estante de herramientas por completo. El mueble era el triple de la estatura suya. Al vaciarlo, se enmudeció por la oscuridad que había en él. Podía imaginarse el portal a una dimensión nueva; nunca conocida, tal vez. Que bestias o alienígenas habrían allí, y la pregunta del millón: ¿serán amigables?
Los alienígenas últimamente fueron su principal tema de interés, desde que vio en casa una película de Mel Gibson en la que protagonizaba un padre de iglesia. El mundo que se le abrió en su mente, al ver lo extraordinario que oculta el universo, donde quizá lo que rodea a la tierra es solamente el cero coma un por ciento; fue más grande y fantasioso, ante la dimensión que podía ver y sentir en el estante.
Demonios Greta. Sube de una puta vez, maldición.
Su nuca chilló a esta girar y ver sobre su hombro, por un momento sufrió como el corazón le sacudía su pecho por la fuerza que agarraba. No había nada, posiblemente fuera de lo normal, cabe decir. Las latas de sopa de tomate seguían de igual manera tras haberlas visto mientras bajaba al desván, minutos atrás; la escalera se iluminaba gracias al intenso resplandor de la ampolleta que pendía del techo, se balanceaba de norte a sur, y de este a oeste. Si alejaba su vista a la oscuridad podía encontrar cosas viejas que fueron guardadas allí. Pero su mente le jugaría una mala pasada. Quizá viera al alienígena de la película de Mel Gibson, advertido al posible contacto visual, y si llegara a pasar, las cosas se pondrían feas. O tal vez allí estaba el monstro sin rostro, que le atormentaba de niña, bebé aun le decía, Franz. El hombre sombra estaría allí, sí. Cauteloso y bien educado, como siempre lo fue. Escondido entre los bidones de la parafina que reunían entre a lo largo del año, para vaciarlas en el invierno. Estaría allí, con el dedo índice tocándosele los labios, si es que tenía. Y esperaría hasta que ella apagara el foco que pendía como péndulo a lo alto, y lo peor estallaría como bomba cegadora ante su espalda y lo peor…
Por el amor de Dios, Greta. ¡Date prisa!
Tomó sus cosas y subió cuán rápido pudo, su corazón hacía el tic—tac de manera frenética, como si estuviese averiado. Ya arriba, al apagar la luz. Vio ene se fugaz instante, en que la luz se tornaba a oscuridad. La forma del hombre, escuálido por los borrones de luz que se hacían más rápido. El dedo seguía tapándole los labios. Y a pesar de no haber ojos allí, sintió la espesa capa de maldad e ira que le envolvía su entorno. Dejó atrás la entrada al desván y corrió con lágrimas colgándole de ambas mejillas.
—Demonios, Greta. Pareciera que volviste de la muerte. Estás más pálida que un papel —Pero ella no le prestó atención, se dirigió en un denso silencio hacia el coche.
Franz se quedó un tanto de la ultima hora de vida que le quedaba, conversando con Karl. Greta podía ver desde su ventana, los rostros serios que estos mantenían, era incómodo para ella, con apenas ocho años, mirar fijamente a un adulto con el rostro serio. Pero además de serio, era una sensación que Greta no sabía de explicar, en una palabra. Pero a su entendimiento, era como tener un imán en sus ojos y ellos, los adultos con caras serias, imanes de mismas cargas en su rostro. De haber vivido una mayor cantidad de años, hubiera sabido esa palabra: cólera.
—Frankie, no sé cómo…De veras. Es como si, de la noche al día, el viento se llevara todo sin avisar. Mis vacas, Frankie. Todas. Destrozadas —Franz, que ya sabía bastante respecto a la situación actual del Ricknald, no dejaba el mínimo momento siquiera a su perro, Sven —. Joder. Puedes creer que fueron los niños quienes me avisaron de eso.
—Santo cielo, Karl —en su mente pasó la desgarradora imagen de Greta, convertida en como terminaron esas pobres vacas: muerta, y degollada. Dios sabía cuánto él amaba a la niña Greta. Miró al cielo durante un leve instante en busca de algún pretexto para dejar de lado a Karl. Desde luego, no lo encontró.
Pasó otros cinco minutos con Karl, charlando acerca de un posible grupo que observara durante las noches, alguna extraña actividad por el bosque y el lago. Y en caso de encontrar al culpable de todo esto, seguro estaba que lo molerían a golpes. Terminando quizá, en una imagen mucho peor que las vacas de Karl. No había rastro de pistas, pero eso no dejaba fuera a la imaginación. Todos apuntaban a un chico con trastornos. Discapacitados mentales, les definían todos dentro del Lago. Algunas madres temían que aumentara para peor, con el homicida perfeccionándose mucho más, quizá como un maniaco sexual. Sus estómagos rugían y se estrujaban ellos mismos del miedo que percibían allá arriba.